domingo, 31 de marzo de 2013

Una canción, una terraza y más...


“De un sueño profundo despertaste hoy, la última lágrima por tu cara rodó”. Sonaba Memphis en el colectivo, sólo pude atinar a hacer una mueca parecida a una sonrisa y observé al chofer. Era una cruel broma del destino.

Porque el destino había hecho que yo conociera a Mariela, que ella cortara conmigo unos días antes del 14 de febrero, que yo llamara a un amigo, y que cuando voy en ese colectivo, con la cabeza pagada contra la ventanilla, preguntándome ¿por qué a mí? E intento contener cualquier cosa parecida a una lágrima, al chofer se le ocurre subir la radio y suena Memphis y la canción la siento como si me golpearan una y otra vez contra el asiento.

Y mientras la primera lágrima recorre mi mejilla, miro a los otros pasajeros, esperando ver alguno que tenga una cámara en la mano y Memphis sólo sea la banda sonora de una película, que es mi vida, y de la cual recién me estoy enterando que está siendo filmada, pero no, o el camarógrafo está muy bien escondido o hay un poder celestial que se está cagando de risa de mí. Me decido por esta última, miro al cielo y lo mando a cagar, no hay lugar para sutilezas en este momento, pienso.

Me bajo del colectivo, llego a la casa de la abuela de mi amigo. Por alguna extraña razón los amigos, principalmente los varones, tenemos la habilidad de que cuando queremos ser cariñosos, podemos ser crueles, y Cristian estaba dispuesto a ambas.

“Vamos a la terraza, ahí están las cervezas, las cartas y el grabador”. Debo reconocer que me esperaba bien equipado para una noche de desahogo, pero el problema era la música: Sabina. 

Ojo, no tengo problemas con el español, me encanta, pero no era el momento y cuando lo dije, la respuesta que recibí fue: “Si vas a llorar, lo vas a hacer acá hoy”, e inmediatamente comenzó a sonar “Y sin embargo”, que a esa altura era como que me pegaran Rocky, Terminator y un ejército de monos especialmente entrenados para matar. Y esa sería la primera de muchas veces que escucharía la misma canción esa noche.

Hoy me encontré en la misma situación, volví a escuchar la canción de Memphis. Fue raro, otra vez estaba destrozado, pero por otra persona, era casi la misma fecha pero otro año y tuve ese dejà vu de haber vivido este momento. Ya no estaba en un colectivo, estaba en un café y éramos la chica que atendía y yo los únicos que estábamos en el lugar. Terminé con lo que estaba haciendo, no sin antes insultar para mis adentros contra aquel ser misterioso que otra vez se reía de mí y me dirigí a la caja a pagar mi consumición. Debo haber tenido una mirada muy triste, porque la chica, muy linda debo reconocer, me sonrió y me deseó suerte, como si realmente me conociera o como si supiera que a la salida iba a ser atropellado o algo así.

Salí del lugar, tenía cosas que hacer y después me juntaba con una amiga, Florencia, y algunos amigos de ella a tomar algo. Sin ganas de hacerlo, pero con ella obligándome a salir, terminé de hacer mis obligaciones y me fui a su encuentro.

Estaban en un bar, eran seis o siete alrededor de dos mesas. Mi amiga en uno de los extremos. Maldije haber llegado tarde, porque eso significaba que la distribución de los lugares ya estaba hecha y que yo no iba a estar con mi amiga. En otras palabras, triste, sin ganas de estar ahí y encima me iba a tocar al lado de gente que no conocía.

“Dani séntate, ahí hay un lugar”, me señaló Flor. A mi derecha, un flaco, Eduardo; a mi izquierda, Romina. Debo admitir que no escuché bien su nombre, porque durante un rato temí mencionarla por miedo a equivocarme y es que fue algo muy raro, porque no era la primera vez que la veía. Su sonrisa la había visto hacía unas horas. Era la chica del café.

Lo más raro fue que ya no me importó no conocer a nadie más que a Florencia, porque no pude dejar de hablar con Romina hasta que mi amiga no tuvo mejor idea que decir en voz alta: “Ché, ustedes, ¿quieren interactuar con el resto de la mesa?”. A todos le dio risa la ocurrencia, yo la quería matar porque me dio vergüenza y creo que a Romina también, porque sonrió tímidamente y bajó la cabeza y debo admitir que ese movimiento, esa mueca tímida, me encantó. Y es que para ser honestos, llevábamos dos horas ahí y yo sólo había hablado con Romina y viceversa y el resto del mundo casi no existía para mí.

Cuando vi que la noche iba llegando a su fin, no tuve mejor idea que invitar a todos a un asado el fin de semana, con el único objetivo de comprometer la presencia de Romina. Flor, rápida de reflejos, se dio cuenta de esto y colaboró empecinadamente en que se cumpliera esa condición. Romina aceptó y como el viernes trabaja, me dio su número y yo le di el mío, para indicarle como llegar.

Acabo de llegar a mi casa, enciendo la computadora y estaba Cristian conectado. Me pregunta cómo estoy, otro que está preocupado por mí, pensé y sonreí al notar eso y le dije, “bien hermano, ¿sabés qué? Juntémonos el sábado en la terraza, llevá cartas, cerveza y el grabador con Sabina, algo me dice que esta vez viene de celebración la juntada y no de lágrimas”. Y volví a sonreír como hacía mucho no lo hacía, mientras me negaba a tirarle detalles hasta el sábado.


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