Hay personas que saben lo que estudiarán porque sus padres tenían esa
profesión. Otros lo descubren con los años. Yo supe lo que iba a hacer, cuando
fuese grande, cuando tenía siete u ocho años: Periodista.
Claro, que en esa época mi idea era ser relator deportivo y soñaba con
un River-Boca en el Monumental.
Uno de las ventajas de ser el hermano más chico era heredar los
juguetes de mi hermano mayor, que me lleva siete años. Entre ellos estaban los
soldaditos y con ellos venía un juego, hacer partidos de fútbol.
Desconozco si el juego era invención de mi hermano o alguien se lo
había heredado, pero fue tal vez el juego que me entretuvo más horas durante mi
niñez, junto a la lectura de El Gráfico, Condorito y patoruzitos, además de las
escondidas y los partidos en la calle o en el polideportivo.
En mi casa, la siesta era un momento de silencio, donde se veía tele a
un volumen en el que prácticamente aprendíamos a leer los labios y ojo con
hacer ruido, porque mi viejo dormía y no se lo podía despertar, por eso la
práctica del fútbol con soldaditos tenía su secreto.
Eran cuatro equipos, a veces cinco: River, Boca, Independiente, Racing
y San Lorenzo. Los de River se distinguían por ser vaqueros, más que soldados y
cada uno de ellos tenía su nombre. Aún hoy recuerdo que la formación de River era:
Pumpido, Gutiérrez, Villazán, Ruggeri, Gordillo; Corti, Troglio, Palma y arriba
el polilla Jorge Da Silva, Caniggia y Alzamendi.
La cuestión es que esos once soldaditos me hicieron enamorarme del
periodismo. Con el paso del tiempo, el menemismo me enseñó que la economía
puede cambiar (nunca nos sobró pero tampoco nos faltó, mis viejos hicieron lo
posible para que así fuera) y me comenzaron a gustar otras partes del
periodismo. Atrás quedó estudiar en Buenos Aires y la Universidad Pública me
abrió las puertas.
Pero volviendo a los soldaditos. El juego era simple. La cancha era
una cama de una plaza. Imaginen. Los arcos eran dos cajas de cassete o dominó
por palo. En lugar de carteles, habían zapatillas y ojotas (servían para que la
pelota no cayera al piso e hiciera ruido) y el fútbol era una bolita.
Así pasaban las siestas. Yo solitario, encerrado en la pieza con mis
amigos diminutos. Por supuesto, el campeón siempre era River y a Boca se le
ganaba en el último minuto, en un contraataque y después de que el arquero
atajara un penal. Eran héroes.
Hay una anécdota, contada por mi papá, que dice que él estaba sentado
en la vereda (la ventana de mi habitación también daba a la vereda), cuando
pasó un hombre y se paró enfrente suyo.
“¿Cómo va el partido?”, preguntó y mi papá lo miró extrañado, porque
él, fanático del fútbol y de ver actualmente hasta los partidos que se juegan
en Arabia Saudita, no estaba escuchando ningún partido, y luego, tras pensar un
segundo, se dio cuenta y entendió.
Nunca recuerdo que fue lo que mi viejo le contestó. Pero lo lindo de
los recuerdos es que uno puede exagerarlos, por lo que prefiero pensar que mi
papá tiró un resultado y el hombre se fue conforme. Quiero imaginar que mientras se alejaba, mi
viejo, ese tipo al que todo le costó mucho (igual que a mi vieja), lo miraba y
sonreía, pensando en su hijo más chico y en un partido soñado, con un estadio
lleno y con carteles electrónicos que se asemejaban a zapatillas, jugado en un
campo de juego que se arrugaba con el pasar de los minutos, con un fútbol que
nunca se desinflaba y con un relator que tenía las rodillas en el piso, que
miraba a los jugadores desde arriba y que era feliz haciendo lo que más
le gustaba: soñar y divertirse.
Desconozco que ha llevado a mis colegas a elegir el periodismo. Pero
sé que varios de ellos me han enseñado mucho. Podría nombrar a varios, pero la
verdad es que temo olvidarme de algunos y que se me ofendan. Lo que sí puedo
decir es que a través de ellos aprendí a compartir teléfonos, a evitar egoísmos
periodísticos clásicos de la profesión, a saber que la dignidad no se vende y
que no hay mejores notas que aquellas que pueden provocar un cambio y que son
las que deberían tener al lado de cada título un ícono que indique “bandera
periodística”.
No llevo mucho tiempo en la profesión pero he pasado por estudios de
radio y por diversas redacciones. He visto gestos de la puta madre, como
también he visto las estupideces y el egocentrismo más importante y dañino para
una carrera tan hermosa como la del periodismo.
Hace varios años, una persona me dijo que sin sueños no vale la pena
vivir. Me quedó para siempre eso porque tenía y tiene razón. El periodismo es
uno más de mis sueños, el que se haga bien un anhelo siempre latente. El
divertirse haciéndolo debería ser un derecho y una obligación.
PD: Hoy solo sobreviven tres de aquellos jugadores. Los demás fueron donados por mi madre (en contra de mi voluntad) a un primo.
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