miércoles, 13 de marzo de 2013

El partido (o los culpables de que sea periodista)

Hay personas que saben lo que estudiarán porque sus padres tenían esa profesión. Otros lo descubren con los años. Yo supe lo que iba a hacer, cuando fuese grande, cuando tenía siete u ocho años: Periodista.

Claro, que en esa época mi idea era ser relator deportivo y soñaba con un River-Boca en el Monumental.

Uno de las ventajas de ser el hermano más chico era heredar los juguetes de mi hermano mayor, que me lleva siete años. Entre ellos estaban los soldaditos y con ellos venía un juego, hacer partidos de fútbol.

Desconozco si el juego era invención de mi hermano o alguien se lo había heredado, pero fue tal vez el juego que me entretuvo más horas durante mi niñez, junto a la lectura de El Gráfico, Condorito y patoruzitos, además de las escondidas y los partidos en la calle o en el polideportivo.

En mi casa, la siesta era un momento de silencio, donde se veía tele a un volumen en el que prácticamente aprendíamos a leer los labios y ojo con hacer ruido, porque mi viejo dormía y no se lo podía despertar, por eso la práctica del fútbol con soldaditos tenía su secreto.

Eran cuatro equipos, a veces cinco: River, Boca, Independiente, Racing y San Lorenzo. Los de River se distinguían por ser vaqueros, más que soldados y cada uno de ellos tenía su nombre. Aún hoy recuerdo que la formación de River era: Pumpido, Gutiérrez, Villazán, Ruggeri, Gordillo; Corti, Troglio, Palma y arriba el polilla Jorge Da Silva, Caniggia y Alzamendi.

La cuestión es que esos once soldaditos me hicieron enamorarme del periodismo. Con el paso del tiempo, el menemismo me enseñó que la economía puede cambiar (nunca nos sobró pero tampoco nos faltó, mis viejos hicieron lo posible para que así fuera) y me comenzaron a gustar otras partes del periodismo. Atrás quedó estudiar en Buenos Aires y la Universidad Pública me abrió las puertas.

Pero volviendo a los soldaditos. El juego era simple. La cancha era una cama de una plaza. Imaginen. Los arcos eran dos cajas de cassete o dominó por palo. En lugar de carteles, habían zapatillas y ojotas (servían para que la pelota no cayera al piso e hiciera ruido) y el fútbol era una bolita.

Así pasaban las siestas. Yo solitario, encerrado en la pieza con mis amigos diminutos. Por supuesto, el campeón siempre era River y a Boca se le ganaba en el último minuto, en un contraataque y después de que el arquero atajara un penal. Eran héroes.

Hay una anécdota, contada por mi papá, que dice que él estaba sentado en la vereda (la ventana de mi habitación también daba a la vereda), cuando pasó un hombre y se paró enfrente suyo.

“¿Cómo va el partido?”, preguntó y mi papá lo miró extrañado, porque él, fanático del fútbol y de ver actualmente hasta los partidos que se juegan en Arabia Saudita, no estaba escuchando ningún partido, y luego, tras pensar un segundo, se dio cuenta y entendió.

Nunca recuerdo que fue lo que mi viejo le contestó. Pero lo lindo de los recuerdos es que uno puede exagerarlos, por lo que prefiero pensar que mi papá tiró un resultado y el hombre se fue conforme.  Quiero imaginar que mientras se alejaba, mi viejo, ese tipo al que todo le costó mucho (igual que a mi vieja), lo miraba y sonreía, pensando en su hijo más chico y en un partido soñado, con un estadio lleno y con carteles electrónicos que se asemejaban a zapatillas, jugado en un campo de juego que se arrugaba con el pasar de los minutos, con un fútbol que nunca se desinflaba y con un relator que tenía las rodillas en el piso, que miraba a los jugadores desde arriba  y que era feliz haciendo lo que más le gustaba: soñar y divertirse.

Desconozco que ha llevado a mis colegas a elegir el periodismo. Pero sé que varios de ellos me han enseñado mucho. Podría nombrar a varios, pero la verdad es que temo olvidarme de algunos y que se me ofendan. Lo que sí puedo decir es que a través de ellos aprendí a compartir teléfonos, a evitar egoísmos periodísticos clásicos de la profesión, a saber que la dignidad no se vende y que no hay mejores notas que aquellas que pueden provocar un cambio y que son las que deberían tener al lado de cada título un ícono que indique “bandera periodística”.

No llevo mucho tiempo en la profesión pero he pasado por estudios de radio y por diversas redacciones. He visto gestos de la puta madre, como también he visto las estupideces y el egocentrismo más importante y dañino para una carrera tan hermosa como la del periodismo.

Hace varios años, una persona me dijo que sin sueños no vale la pena vivir. Me quedó para siempre eso porque tenía y tiene razón. El periodismo es uno más de mis sueños, el que se haga bien un anhelo siempre latente. El divertirse haciéndolo debería ser un derecho y una obligación.



PD: Hoy solo sobreviven tres de aquellos jugadores. Los demás fueron donados por mi madre (en contra de mi voluntad) a un primo.

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