Te vi. La verdad es que lo recuerdo como si hubiese sido
ayer, aunque sólo pasó una hora desde que te vi. Fue cuando entré al café a
pedir una dirección y sentí que una taza se estrellaba contra el piso.
Pero no pude ver a quién se le cayó, porque cuando me di
vuelta, a la primera persona que vi fue a vos, que mirabas abstraída del mundo,
hacia la nada misma. Eras la única persona en el bar que no le había prestado
atención al incidente, y creo que ni siquiera te habías dado cuenta de que algo
había pasado.
Yo tampoco le presté atención, o al menos dejó de importarme
desde el mismo momento en que vi tus ojos, tu rostro, tu sonrisa de labios
apretados, cómo si en tu cabeza pasara algo que sólo tu rostro pudiera saber.
Nunca fui bueno para hablar con las mujeres. Pensé en
acercarme y preguntarte si me podía sentar e inmediatamente comenzar a contarte
una historia que leí hace poco en un libro, pero tenía miedo que la conocieras y te dieras cuenta que no me la había
inventado yo, y quedara como uno de los
tantos chantas que se te deben acercar cada día.
Mirándote, olvidé a qué había ido al bar y me pedí un café
mientras pensaba como acercarme, qué decirte en esos 30 segundos de valor que
se requieren para saludar y tirar el primer chiste que te haga reír y me
abriera una puerta, una pequeña posibilidad de salir del café con tu nombre y
tu teléfono, o con vos, si tenía mucha suerte y el destino se ponía de mi lado.
Pero no me animaba. Pensaba o me imaginaba que debías estar
de novia. Porque era casi imposible que no estuvieras con alguien y me lo
imaginaba atlético, tal vez grandote o de ojos claros, o todo eso, mientras que
yo era uno más del montón, y creo que eso se debe a que no me gusta mucho eso
de tirarme para abajo gratuitamente. Una cosa es que uno sepa que no es modelo
ni actor de cine y otra cosa auto rotularse “feo” o “muy feo”.
La cuestión es que no lograba encontrar la frase perfecta,
el chiste justo que lograra que me miraras a los ojos y no me negaras esa
charla que sería la primera de muchas.
Mientras pensaba en qué decirte, el mozo ya me había servido
tres cafés, que no sé porque se los pedía si siempre me caen mal cuando me
pongo nervioso y era clarísimo que aunque vos no me registrabas, sí me ponías
nervioso. Incluso hasta creo que te habías dado cuenta de que no podía dejar de
mirarte.
Te vi jugar con tu pelo, y casi parecías una adolescente.
Luego con el saquito de azúcar, que no dejabas de batirlo y finalmente, como
una niña, destrozaste una servilleta en pedacitos chiquitos, como si la mesa
fuera un estadio de fútbol y esos papelitos fueran los que tiran las hinchadas
sobre la cancha cuando salen los equipos. A esa altura iba por el quinto café y
sólo pedía, además de lo que te debía decir, que recibieran tarjeta de débito,
porque tenía cinco pesos en la billetera solamente.
Cuando sonó tu teléfono, ahí sí me dije que debía ser tu
novio, que llamaba para decirte que lo esperes cinco minutos más. Un completo
desubicado por hacerte esperar, pero cuando más me estaba enojando con él, me
di cuenta que hablabas con una amiga. Eso me tranquilizó y decidí aprovechar el
momento e ir al baño, a peinarme un poco, lavarme el rostro y arreglarme. Fue
mientras me secaba que supe qué decirte, que tenía las palabras exactas, el
chiste acorde, todo bien aceitado para sacarte la sonrisa que me invitara a tu
mesa, para empezar a conocerte.
Tiré el papel, con el que me sequé, al cesto de basura en un
lanzamiento digno de Emanuel Ginóbili. Salí del baño y en un rápido movimiento
volví al salón. Sólo había dos columnas y algunas mesas antes de llegar a vos…
pero vos ya no estabas, te habías ido. El único que se encontraba en la mesa
era el mozo y porque recogía su propina.
Rápido, lo agarré del cuello de la camisa y desenfrenado, le
pregunté por dónde te habías ido. No sé si fue el miedo o la sorpresa, o si ya
era así, pero me dijo que habías salido para el Oeste, para el lado de la calle
Buenos Aires, en un tartamudeo que me costó entender.
Salí corriendo, repitiendo todo el camino lo que te quería
decir para no olvidarme, insultándome por no haberte frenado antes de que te
fueras, hasta me tropecé y me di contra el piso, pero no pude dar con vos.
Ahora estoy acá, sentado en una plaza, adolorido, intentando
recuperar aire y pensando en volver mañana al café, tal vez me ponga un traje, tal
vez seas cliente de todos los días, tal vez tengo suerte y el mozo no me reconoce
y me deja entrar sin tener en cuenta mi ataque de furia y que por salir
corriendo me fui sin pagar todos los cafés que consumí. Tal vez tengo suerte y
logro recordar qué decirte antes de mañana.