miércoles, 25 de septiembre de 2013

Tus ojos verdes



Aún lo recuerdo cómo si fuese ayer. Tenías el pelo castaño y los ojos verdes. No recuerdo cuando fue la primera que te vi entrar, pero sí la primera vez que me di cuenta que estaba enamorado de vos.

Te sentaste a mi lado y me pediste una lapicera, fue la primera vez que te miré a los ojos y a partir de ese momento buscaba que nuestras miradas se cruzaran siempre, cómo si mis pupilas pudieran decir lo que a mi boca no le salía, a pesar de todas las veces que lo ensayaba a solas en mi habitación.

¿Tenías cuántos? ¿10 u 11 años, igual que yo? Estábamos en quinto grado cuándo hice las primeras de tantas estupideces que hice por una chica. Te escribí una carta, incluso hasta le pasé perfume como había visto en las películas y en un recreo te la guardé en la mochila.

El problema de cuándo sos chico es que tus padres te compran esos perfumes horribles que se pueden sentir a kilómetros y yo lo aprendí cuando vos entraste al aula y lo sentiste y pude ver cómo tu cara se iba transformando a medida que te acercabas a tu silla e ibas descubriendo, sin duda, que ese perfume provenía de tu mochila.

Apenas la leíste supiste que era yo. Tonto, me quise hacer el misterioso y no le puse firma pero mi letra y mi cara de estúpido me delataba. Pero lo peor no fue eso, vino después, cuando te vi riéndote con tu compañera mientras le mostrabas la carta. Era mi primer acto estúpido de amor y me sentí humillado y lastimado por primera vez.

Llegamos a séptimo grado y aún me gustabas, pero había aprendido a esconder mis sentimientos, más aún porque ese hecho creo que me marcó para siempre a la hora de hablar con una mujer. Para peor, eras mi competidora por la bandera y me ganaste y por si eso fuera poco, le diste tu primer beso a un amigo.

Terminada la escuela dejé de verte. Ambos fuimos a colegios públicos, pero tu destino y el mio no iban juntos y terminamos separados por muchos kilómetros y no volví a saber de vos hasta hace unos meses.

Yo salía de la facultad y te tomaste el mismo colectivo que yo. No habías cambiado nada, el mismo peinado, los mismos ojos verdes, la misma sonrisa. Fue como volver a tener diez años. Me reconociste y fuimos hablando todo el camino.

Hace unos días te volví a ver, yo había decidido irme caminando y vos también. Nos cruzamos, volvimos a hablar y me mencionaste lo de la carta y me pediste perdón. “Tenía diez años”, me dijiste y yo sonreí y te dije que no había nada que perdonar, que era una boludez lo que había hecho.

En el camino me contaste que te habías peleado con tu novio hacía unos meses, qué te había gustado encontrarte conmigo y que yo estaba muy cambiado, que ya no era tan callado y que te hacía reír mucho. Para cuando llegamos al punto donde debíamos separarnos me miraste y te quedaste callada. Te pregunté qué te pasaba y me dijiste que habías sido una estúpida cuando teníamos diez años pero que yo te gustaba y querías saber si yo quería salir con vos.

Te miré a los ojos, esos ojos verdes que hipnotizaban a cualquiera, me sonreías nerviosa, se notaba que era la primera vez que vos invitabas a alguien y no al revés, como debías estar acostumbrada.

Y estuve tentado, no lo voy a negar, porque realmente te veías hermosa, pero te dije que no, que no podía salir con vos. Que en esos meses había comenzado a salir con alguien, que casualmente era compañera tuya de facultad y te conocía. Vi tu cara de derrota y te pedí perdón mientras una lágrima caía de tus ojos y me hacía dudar otra vez, pero cuando te fuiste no pude evitar sonreír, no de malicia, sino porque recordé mis lágrimas de los diez años y fue como una revancha, cómo saber que es verdad eso que dicen que todo tiene vueltas.

Después comencé a caminar, me sentí diferente por primera vez en toda mi vida, y volví a sonreír mientras iba en búsqueda de esa chica que aceptó salir conmigo tras una carta, pero esta vez sin perfume y con mi nombre al pie de la hoja.

jueves, 5 de septiembre de 2013

Un sábado diferente (el destierro)



Se levantó nervioso. No era un sábado cualquiera y él lo sabía a pesar de sus trece años. No había podido dormir bien. Una y otra vez dio vueltas en la cama, pensando en porqué le había jugado ese desafío a su primo, cuál era el motivo de tamaña irresponsabilidad.

Porque él tiene sólo 13 años y sus amigos también, pero su primo, Alejandro,  tiene 15 y es más grande y más alto. Pero esa tarde, cuando el primo y los amigos los corrieron de la canchita de la otra cuadra, Tincho les apostó el estadio –que era un baldío con unos arcos de madera- a un partido y el que perdía, debía mudarse a otro lado. Lo que significaba ser desterrado para siempre.

El desafío era a las cuatro de la tarde, faltaban todavía cinco horas y él recién se estaba levantando. El estómago lo tenía hecho un nudo y la cabeza no paraba de darle vueltas.  Buscó el pantalón corto de Argentina, ese que le había regalado su tío Eduardo para el cumpleaños, pero no lo encontró. Le preguntó a su madre y obtuvo como respuesta que estaba siendo lavado.

Si la noche había sido mala, el día comenzaba peor, esos pantalones eran su cábala, nunca había perdido con ellos.

Buscó uno negro, sin escudo de ningún equipo, y se puso una camiseta azul, que alguna vez fue de su hermano y que tenía un 8 en la espalda, algo borrado por el paso del tiempo.

Cuando llegó a la cocina automáticamente buscó la lata con cacao y la encontró vacía. Ahí recordó que nunca les dijo a sus padres que se había acabado. Trató de no enojarse, pero ya estaba muy nervioso y no lo logró.

Fue hasta la tetera y le robó agua caliente a los adultos para hacerse un té con tostadas, porque las tortas se las había comido su hermano, que rápido de reflejos se había levantado media hora antes.
Para colmo, de almuerzo hubo tarta de verduras y sus padres discutieron por estupideces, cómo siempre hacen los grandes, así que cuando partió a la cancha, no sólo iba con la sensación de que ese día jugaría su último partido en la cancha, sino que también iba hambriento y enojado.

Pero no iba a ser suficiente, porque Gastón llegó con lo justo cuando todos se habían puesto demasiados nerviosos porque sólo eran seis y les faltaba el arquero. La paciencia no era una virtud para él.

Era como una película donde los débiles, Tincho y sus amigos, se enfrentaban a siete gigantes, pero a diferencia de las que pasaban en la tele, éstos últimos jugaban tranquilos, se divertían y para ser honestos, les cascoteaban el rancho, los tenían en su área y Gastón se jugaba el partido de su vida, mientras Tincho y los demás sólo lo ayudaban reventando la pelota hacia la nada y haciendo tiempo en cada lateral.

Los minutos pasaban y el empate seguía y cuando estaba oscureciendo llegó ese fatídico grito que paralizó los corazones de todos: "El que hace el gol gana"

Cinco minutos después ocurrió el milagro. Fue en una de esas jugadas en la que los relatores, sin que nadie entienda el motivo, dicen que es de otro partido. Un pelotazo que pega en el pie de Gastón y sale despedido hacia mitad de cancha, donde estaba Tincho, con su pantalón negro y su camiseta azul con el número 8 gastado.

La pelota que llega por arriba y él, que cuando la ve caer, escucha los pasos del número 6 que viene detrás a buscar la pelota o su cuerpo, lo que sea primero.

Sin pensarlo, Tincho toca la pelota con el taco cuando ésta no había tocado el suelo y gira hacia el lado contrario. El defensor pasa entra la pelota y el jugador y queda atrás, intentando descubrir que fue lo que ocurrió.

Desde esa posición, clavado en la mitad de la cancha, verá como ese ocho gastado le saca metros de ventaja y se acerca al número 2, que no es otro que Alejandro, que lo ha estado esperando toda la tarde para un duelo aparte.

Tincho verá a su primo, y sin pretenderlo, se dará cuenta que es más grande que hace una hora, cuando el partido recién estaba por empezar. O al menos eso parece

El defensor sonríe, tiene todas las de ganar, es más grande, más corpulento, más fuerte, sólo le tiene que tirar el cuerpo encima para terminar con la jugada y así lo hace. Tincho lo ve venir, se queda quieto esperando el golpe, pero tal vez por miedo o por esa milésima de lucidez, que separa a unos de otros, lo que hace es pisar la pelota y moverla hacia atrás al compás de su cuerpo. 

Ese paso, que para sus compañeros es casi en cámara lenta, como si fuera un bailarín de danza, dura menos de un segundo, pero lo deja a Tincho solo, frente a un arquero que se sabe vencido, y así fue porque el jugador que lleva esa camiseta gastada la coloca abajo, al lado del palo, donde es imposible llegar y lo que también era imposible es lo que finalmente ocurre: ganan los débiles, ese gol no significa un torneo, una transferencia a Europa, solo significa quedarse en la cancha y es lo único que les importa mientras soportan la mirada atónita y furiosa de los más grandes, que observan el festejo. Después vino la oscuridad.

Esa mañana Tincho despertó transpirado, nervioso. No era un sábado cualquiera y él lo sabía a pesar de sus trece años. No había podido dormir bien pensando en el desafío con su primo.

Buscó el pantalón corto de Argentina que le habían regalado y no lo encontró. Se puso uno negro y cuando fue a buscar una camiseta, vio una azul, que supo ser de su hermano. Súbitamente sonrió cuando vio el 8 en la espalda borrado con el paso del tiempo, cómo si supiera algo que hasta ese momento no sabía.

Su cara cambió, ya no estaba nervioso, algo era diferente y él lo sabía, a tal punto que ni siquiera le molestó que no haya cacao para desayunar, ni tortas y sólo verduras para almorzar. Tincho había descubierto que ese no sería cualquier sábado y volvió a sonreír, ya sin miedo de saber que en unas horas enfrentaba a su primo y podía ser desterrado para siempre. Esa ya no era una opción.

PD: Cuento escrito hace tiempo y reescrito nuevamente hace poco y con ilustración del gran Nacho de la Rosa. Ídolo de multitudes.

lunes, 2 de septiembre de 2013

"El escenario es terrible, comisario"



“El escenario es terrible, comisario, hay manchas rojas en todos lados, heridos, venga preparado”, advirtió uno de los primeros policías que había llegado al lugar al comisario.

Había dos vehículos involucrados, un auto y una camioneta, de esas grandes,  que tienen la trompa más alta que uno mismo.

-          “¿Flaco vos viste lo que pasó?”, le dijo el policía a un pibe de gris que tenía su auto estacionado a pocos metros del accidente.

-          “Sí, el de la camioneta salió en reversa, no miró y los pibes se la pusieron. Es terrible la escena ¿no?”, sostenía mientas miraba el auto inservibles y los asientos donde habían viajado los hermanos hasta minutos antes.

El policía le siguió la mirada y asintió. Buscó con la vista a los hermanos, uno de ellos estaba con un sangrando apoyado en el baúl del auto, mientras era tranquilizado por curiosos que pasaban por el lugar.

El otro estaba sentado en el piso, al borde la acequia, tenía una pierna lastimada y estaba algo mareado. Desde un puente los miraba un hombre canoso, pero no viejo, minutos antes los había amenazado a ambos diciéndoles que no sabían con quién se metían. Ellos luego se enterarían que era asesor de un alto funcionario del gobierno.

El uniformado volvió la vista hacia el auto, miró el asiento de atrás. Las manchas rojas sobre unas sillas blancas lo impresionaban, una perra negra asustada que viajaba en el auto le daba lástima pero el asiento de adelante le seguía impactando.

El comisario llegó unos veinte minutos después, sacó un bolso del asiento y lo dejó al costado del móvil. Con él venían dos médicos que se acababan de bajar de la ambulando.

“¿Así que es tu cumpleaños?”, le dijo el más joven a uno de los hermanos, mientras su rostro mostraba una sonrisa de lástima y una reflexión simple: “qué mala leche”.

Lo revisó y después le tocó a la otra víctima del choque. “Vamos a tener que llevarlos al hospital a que los revisen”, explicó, con una voz fuerte, de tal manera que escucharan los uniformados.

El comisario y dos policías se acercaron adonde estaba el médico con los pacientes, les tomaron los datos y miraron compungidos el auto. Todos pensaban igual: “No sirve más y es un milagro que estos dos no estén peor… pero igual es impresionante”.

 A los dos hermanos los subieron a la ambulancia, rumbo a un hospital público para que fueran revisados. El auto quedó ahí, al borde de la calle. El dueño de la camioneta tranquilo, ya que su vehículo había quedado casi intacto. Injusticias de la vida. 

Pero eso no era todo, el menor de los hermanos, el que cumplía años, el que tenía mala suerte según el médico, mientras la ambulancia se alejaba, pudo observar cómo el comisario buscaba el bolso que había dejado al costado del auto, sacaba unas gaseosas de él y se la pasaba a sus uniformados. Todos se acercaban al auto y se ponían a tomar, no era una casualidad el lugar elegido, sino que el asiento de adelante del auto estaba lleno de empanadas caseras y era demasiado impresionante esa escena como para no aprovecharla.

PD: Les quiero agradecer a todos los que se enteraron y se preocuparon por el accidente. No me quiero olvidar de José Eduardo Manyeri, el dueño de la Amarok, que no sólo salió en reversa sin mirar, sino que justificó el accidente diciendo que en Guardia Vieja no hay luces y que pasan todos los días. También agradezco que nos haya amenazado diciendo "no saben con quién se meten". Ahora ya sé quién es y no me calienta. Agradezco que no haya ido mi sobrina porque por esas cosas del destino había querido quedarse con los abuelos cinco minutos antes y agradezco que a mi hermano y a mi no nos haya pasado nada grave. Le mando un saludo al funcionario de gobierno que cayó al lugar a preocuparse por el dueño de la camioneta, tras la amenaza, y no esperó nunca ser reconocido. Qué lindo el muchacho. Aclaro que lo de la policía comiendo empanadas no existió, aunque es verdad que ver seis docenas desparramadas en los asientos de adelante fue un dolor a la vista. Solo fue una forma de buscarle un remate de humor, sin tener que hablar de la luz al final del tunel ni poner "Amanece en la ruta" de Sueter.