Se levantó nervioso. No era un sábado cualquiera y él lo
sabía a pesar de sus trece años. No había podido dormir bien. Una y otra vez
dio vueltas en la cama, pensando en porqué le había jugado ese desafío a su primo,
cuál era el motivo de tamaña irresponsabilidad.
Porque él tiene sólo 13 años y sus amigos también, pero su
primo, Alejandro, tiene 15 y es más
grande y más alto. Pero esa tarde, cuando el primo y los amigos los corrieron
de la canchita de la otra cuadra, Tincho les apostó el estadio –que era un
baldío con unos arcos de madera- a un partido y el que perdía, debía mudarse a
otro lado. Lo que significaba ser desterrado para siempre.
El desafío era a las cuatro de la tarde, faltaban todavía
cinco horas y él recién se estaba levantando. El estómago lo tenía hecho un nudo
y la cabeza no paraba de darle vueltas.
Buscó el pantalón corto de Argentina, ese que le había regalado su tío
Eduardo para el cumpleaños, pero no lo encontró. Le preguntó a su madre y
obtuvo como respuesta que estaba siendo lavado.
Si la noche había sido mala, el día comenzaba peor, esos
pantalones eran su cábala, nunca había perdido con ellos.
Buscó uno negro, sin escudo de ningún equipo, y se puso una
camiseta azul, que alguna vez fue de su hermano y que tenía un 8 en la espalda,
algo borrado por el paso del tiempo.
Cuando llegó a la cocina automáticamente buscó la lata con
cacao y la encontró vacía. Ahí recordó que nunca les dijo a sus padres que se
había acabado. Trató de no enojarse, pero ya estaba muy nervioso y no lo logró.
Fue hasta la tetera y le robó agua caliente a los adultos
para hacerse un té con tostadas, porque las tortas se las había comido su
hermano, que rápido de reflejos se había levantado media hora antes.
Para colmo, de almuerzo hubo tarta de verduras y sus padres
discutieron por estupideces, cómo siempre hacen los grandes, así que cuando
partió a la cancha, no sólo iba con la sensación de que ese día jugaría su
último partido en la cancha, sino que también iba hambriento y enojado.
Pero no iba a ser suficiente, porque Gastón llegó con lo
justo cuando todos se habían puesto demasiados nerviosos porque sólo eran seis
y les faltaba el arquero. La paciencia no era una virtud para él.
Era como una película donde los débiles, Tincho y sus
amigos, se enfrentaban a siete gigantes, pero a diferencia de las que pasaban
en la tele, éstos últimos jugaban tranquilos, se divertían y para ser honestos,
les cascoteaban el rancho, los tenían en su área y Gastón se jugaba el partido
de su vida, mientras Tincho y los demás sólo lo ayudaban reventando la pelota
hacia la nada y haciendo tiempo en cada lateral.
Los minutos pasaban y el empate seguía y cuando estaba oscureciendo llegó ese fatídico grito que paralizó los corazones de todos: "El que hace el gol gana"
Los minutos pasaban y el empate seguía y cuando estaba oscureciendo llegó ese fatídico grito que paralizó los corazones de todos: "El que hace el gol gana"
Cinco minutos después ocurrió el milagro. Fue en una de esas jugadas en la que los relatores,
sin que nadie entienda el motivo, dicen que es de otro partido. Un pelotazo que
pega en el pie de Gastón y sale despedido hacia mitad de cancha, donde estaba
Tincho, con su pantalón negro y su camiseta azul con el número 8 gastado.
La pelota que llega por arriba y él, que cuando la ve caer,
escucha los pasos del número 6 que viene detrás a buscar la pelota o su
cuerpo, lo que sea primero.
Sin pensarlo, Tincho toca la pelota con el taco cuando ésta
no había tocado el suelo y gira hacia el lado contrario. El defensor pasa entra
la pelota y el jugador y queda atrás, intentando descubrir que fue lo que
ocurrió.
Desde esa posición, clavado en la mitad de la cancha, verá
como ese ocho gastado le saca metros de ventaja y se acerca al número 2, que no
es otro que Alejandro, que lo ha estado esperando toda la tarde para un duelo
aparte.
Tincho verá a su primo, y sin pretenderlo, se dará cuenta
que es más grande que hace una hora, cuando el partido recién estaba por empezar. O al menos eso parece
El defensor sonríe, tiene todas las de ganar, es más
grande, más corpulento, más fuerte, sólo le tiene que tirar el cuerpo encima para
terminar con la jugada y así lo hace. Tincho lo ve venir, se queda quieto esperando
el golpe, pero tal vez por miedo o por esa milésima de lucidez, que separa a
unos de otros, lo que hace es pisar la pelota y moverla hacia atrás al compás
de su cuerpo.
Ese paso, que para sus compañeros es casi en cámara lenta,
como si fuera un bailarín de danza, dura menos de un segundo, pero lo deja a
Tincho solo, frente a un arquero que se sabe vencido, y así fue porque el
jugador que lleva esa camiseta gastada la coloca abajo, al lado del palo,
donde es imposible llegar y lo que también era imposible es lo que finalmente
ocurre: ganan los débiles, ese gol no significa un torneo, una transferencia a
Europa, solo significa quedarse en la cancha y es lo único que les importa
mientras soportan la mirada atónita y furiosa de los más grandes, que observan el festejo. Después vino la oscuridad.
Esa mañana Tincho despertó transpirado, nervioso. No era un
sábado cualquiera y él lo sabía a pesar de sus trece años. No había podido
dormir bien pensando en el desafío con su primo.
Buscó el pantalón corto de Argentina que le habían regalado
y no lo encontró. Se puso uno negro y cuando fue a buscar una camiseta, vio una
azul, que supo ser de su hermano. Súbitamente sonrió cuando vio el 8 en la
espalda borrado con el paso del tiempo, cómo si supiera algo que hasta ese
momento no sabía.
Su cara cambió, ya no estaba nervioso, algo era diferente y él lo sabía, a tal punto que ni siquiera le molestó que no haya cacao para desayunar, ni tortas y sólo verduras para almorzar. Tincho había descubierto que ese no sería cualquier sábado y volvió a sonreír, ya sin miedo de saber que en unas horas enfrentaba a su primo y podía ser desterrado para siempre. Esa ya no era una opción.
Su cara cambió, ya no estaba nervioso, algo era diferente y él lo sabía, a tal punto que ni siquiera le molestó que no haya cacao para desayunar, ni tortas y sólo verduras para almorzar. Tincho había descubierto que ese no sería cualquier sábado y volvió a sonreír, ya sin miedo de saber que en unas horas enfrentaba a su primo y podía ser desterrado para siempre. Esa ya no era una opción.
PD: Cuento escrito hace tiempo y reescrito nuevamente hace poco y con ilustración del gran Nacho de la Rosa. Ídolo de multitudes.
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