viernes, 26 de abril de 2013

Ruleta rusa


Nunca la había usado desde que la compró. Sólo tenía pensado utilizarla una vez, después de eso ya no habría más oportunidades.

Había pensado en todo. Su perro lo había dejado con una vecina a la que le había dicho que se iba de viaje durante unos días por cuestiones laborales.

De sus cosas se había ido separando en las últimas semanas. Sus libros estaban repartidos en casas de amigos y los que quedaban ya encontrarían nuevos destinos. Se preguntó si alguien sospechaba del viaje que estaba a punto de emprender tras ver su biblioteca, su tesoro, a medio vaciar. Sonrió y prefirió pensar que nadie sospechaba nada, que para todos sería una sorpresa.

Miró por la ventana. Había sol. Le dieron ganas de salir a dar una vuelta por la plaza, pero rechazó la idea. “Demasiados recuerdos”, se dijo.

Observó hacia la mesa. Estaba allí. La levantó, la revisó y vio que había una sola bala. Se preguntó si necesitaría otra, pero inmediatamente se respondió que con una bastaría. La volvió a dejar en su lugar.

Pensó en hacer un llamado. Recordó que la última vez terminó hecho pedazos. “Un mensaje, tal vez”, se dijo en voz alta, pero se dio cuenta que nunca obtenía respuestas de estos. Bajó la cabeza y derramó algunas lágrimas. “Las últimas”, se dijo e hizo una mueca que quiso simular ser una sonrisa.

Volvió a agarrar el arma, casi decidido, y se escuchó a si mismo decirse que lo que estaba por hacer no era cosa de valientes, sino una salida cobarde y egoísta. Pero esa voz fue superada por un grito histérico, en el que también se reconoció diciendo que estaba cansado de hacerse el fuerte, que esta vez se rendía ante las habladurías, el dolor y aquel fantasma que lo visitaba cada día.

“Nadie muere por algo así, al menos no del todo”, dijo la primera voz, con esa sabiduría que a veces, sólo a veces, puede alcanzarse con unas pocas palabras.

“Es mucho más que eso”, respondió, ya cansado, como si en dos minutos hubieran pasado treinta años.
Cerró los ojos, ya agotado de tanto discutir consigo mismo, y la vio. Allí estaba, su pelo castaño, su sonrisa. Ya no falta hacía que cerrara los ojos para verla. Desde hacía mucho tiempo, antes de que ella se fuera, había aprendido a verla enfrente suyo, a imaginarla, incluso con sus ojos abiertos. Nuevas lágrimas le hicieron arder los ojos.

Retomó uno de sus primeros pensamientos, y se dijo, casi susurrando: “Sí, a muchos les sorprenderá, pero ya nada es igual, y sin embargo está ahí, siempre está ahí”, y como si fuera un reflejo, volvió a sonreír, como si hubiese cometido una travesura.

Miró el reloj. Ya se habían hecho las 16 del viernes. Se encontró pensando que lo ideal hubiese sido a las 3 AM, o el domingo por la tarde, pero tenía que ser en ese momento. La decisión estaba tomada. Volvió a levantar el arma y la apoyó contra su sien, como había visto en cientos de películas. “Ya no queda nada”, pensó para darse fuerzas.

Sintió el frío caño del arma en su cabeza y un escalofrío le recorrió todo el cuerpo. Se quedó quieto, sintiendo su dedo en el gatillo, y la volvió a ver. “¿Qué te pasó, porque este final?”, le preguntó ella y él solo pudo responder: “Vos, la respuesta a todo sos vos”. Segundos después todos los vecinos despertaron de su siesta al oír una detonación.

Una hora después la policía llegó al lugar. Ningún vecino había querido entrar. Los efectivos notaron que la puerta no había sido forzada.

A unas cuadras de allí, casi al mismo tiempo, una persona observa a través de la vidriera de un café a una joven de pelo castaño. En unos segundos se imagina hablando con ella, mirándola a los ojos, hablándole. Se ve bajando la cabeza y a ella apoyando su mano en el brazo de él.

Él levanta la cabeza y sonríe, pero ya no es una mueca, es una sonrisa de felicidad, en medio de una tristeza que comienza a irse. Él apoya su mano sobre la de ella y ella le devuelve la sonrisa, la más bella que nunca se vio. Mientras tanto, en su departamento, la policía encuentra un agujero de bala en la pared y señales de que alguien salió muy apurado de ahí, como si hubiese recordado algo de vida o muerte.

Él finalmente toma coraje, entra al bar y se sienta frente a la joven de pelo castaño esperando que lo que imaginó se haga realidad...



sábado, 20 de abril de 2013

El día del debut


No le podía sacar la vista de encima. Sus movimientos, su ir y venir, sus corridas, sus saltos. No era danza, pero se le asemejaba bastante. Había una eterna armonía en cada paso. Sólo le faltaba la música, pero no hacía falta, esta sonaba en su cabeza y le daba melodía a lo que veían sus ojos.

Increíble, esa era la palabra para definir todo. Y es que realmente era difícil de creer todo lo que estaba viendo en un mundo en donde la técnica fue superada por la táctica, donde ya nadie cree en la magia, donde importan más los resultados que los genios.

A los cinco minutos vio como ese chiquitito que llevaba la 10 en la espalda agarró la pelota, comenzó a correr con ella, dejó atrás, estáticos a cinco defensores y la clavó en un ángulo. Él que estaba atrás del otro arco, que había pasado por ahí de casualidad, que era la primera vez que se paraba en su vida a ver fútbol, sólo pudo ver la camiseta flameando en contra del viento, alejándose ante cada gambeta, ver el fútbol salir como un misil de su pie derecho y pasar por esa esquina donde sólo se acumulan telarañas. Comenzó a enamorarse.

Diez minutos después ocurrió otra maravilla inexplicable. Otra vez la misma camiseta, otra vez el mismo jugador chiquito que estaba en todos lados. Se acerca a un defensor, grandote, le sacaba dos cabezas. Y el diez hace lo que nadie esperaba. Tira la pelota hacia arriba, es mucho más que un sombrero, es un autopase. 
El fútbol sale disparado y por momentos pareciera que bloqueara el sol. Pero el diez es mucho más rápido aún y cuando quiere acordar ya está cerca del arco y la pelota cayendo a sus espaldas. Rápidamente se da vuelta, haciendo un salto en el aire. “Otra vez un movimiento de danza”, piensa el hombre en la tribuna. Y el fútbol no alcanza a tocar el piso, que ya se encuentra debajo de la suela del botín izquierdo.

Mira a los costados, ninguno de sus compañeros llega, la levanta ante la presión de un defensor. Hace dos payanitas con el pie derecho y en la tercera la tira hacia su izquierda, a medio metro del suelo, da media vuelta y con la izquierda la clava al lado del palo. 2 a 0 y a cobrar.

En la tribuna, él, que siempre fue un tipo serio, que siempre consideró el fútbol como un deporte sin sentido, se sorprende al sentir una lágrima de emoción en sus ojos. Por suerte no lo ve nadie. En la popular donde está se encuentra él solo, se comienza a rendir ante una mezcla de vergüenza entre el llanto y el orgullo de ser el único que se encuentra viendo ese partido.

El partido continúa. Hay una maravilla detrás de otra. Pero el hincha no deja de pensar y concluye en que apenas salga del estadio, se conectará a Internet para ver videos de ese tal Maradona y del pibe ese que todos nombras, Messe, Messi, o algo así, porque ahora cree comprender lo que todo el mundo habla de ellos, y se arrepiente de no haberse dado cuenta antes.

Mientras ese número 10 endiablado sigue con sus maravillas dentro de la cancha, el hincha se dio cuenta que le comenzaba a molestar el estómago. “Ya es casi la hora del almuerzo”, pensó, “tal vez por eso no hay nadie más en la cancha”, y miró su reloj impaciente, mientras creyó ver un vendedor imaginario saliendo por la esquina de la tribuna.

Faltando cinco minutos llegó el momento cumbre. Ese momento en que el 10 olvidaría pronto, porque sería un momento más en su vida futbolística, pero el hincha no lo olvidaría jamás. Ante la salida de un defensor tiró una gambeta larga hacia el costado, la pelota tenía destino de irse afuera, pero con un pique asombroso y arrojándose al piso la logró atrapar en la línea y antes de que apareciera el número 3 a sacársela, se levantó y comenzó a hacer una diagonal hacia el arco y en un ángulo rarísimo, muy cerrado, hizo lo que casi nadie habría hecho.

En lugar de tirar el centro atrás para un nueve que tardaba una eternidad en llegar, el 10 le pegó a tres dedos, pero no para matar al arquero.  La pelota salió a colocar, lo pasó al arquero, picó cerca de la línea y tomó un efecto extraño que hizo que saltara hacia dentro. Cinco a cero y ya no había tiempo para nada, sólo para el festejo moderado del 10, que se dio vuelta a buscar la mirada del único hincha que había en la tribuna mirándolo y se lo dedicó con el brazo extendido y señalándolo.

Mientras tanto, en el primer escalón de la tribuna él miraba el rostro del 10, podía observar su sonrisa ante esa picardía, esa muestra de fútbol, de belleza y algo que nunca entendió le subió por todo el pecho, era orgullo, y no pudo evitar sonreír, se había enamorado de eso que llamaban fútbol gracias a ese enano impertinente que llevaba la 10, pero había algo más.

Mientras se secaba las lágrimas, el 10 se acercó a la tribuna sin que él se diera cuenta, le tocó la mano y le dijo algo. Él hincha no entendió. Entonces, con una sonrisa alegre, el 10 levantó el fútbol con sus manos y le dijo: “Dale papá, hasta cuándo te vas a quedar mirándome jugar solo en el patio, jugá un ratito conmigo, que me aburre jugar solo contra los árboles y a mamá todavía le falta con la comida”. Entonces él se levantó del escalón de cemento y jugó el primero de muchos partidos con ese enano que tenía siete años y llevaba siempre la 10 en la espalda.

domingo, 14 de abril de 2013

Pamela


Fue hace unos meses que les dije a los muchachos que ya estaba bien. Lo recuerdo muy bien. Estábamos en un bar en la calle Buenos Aires, cuando llegué y con la mejor de mis sonrisas, les dije: “muchachos ya está, ya estoy bien, ya me olvidé”.

El primero en reírse fue Pablo: “Dale Esteban, es como la novena vez que lo decís desde que Pamela te dejó hace dos meses, no seas boludo, somos todos amigos, ya se va a pasar, pero no nos mientas”, y los demás asintieron.

Lo peor de todo es que yo lo decía en serio,  o al menos eso creía, porque después siempre estaban esos días tristes o esos momentos en que de la nada me ponía a pensar en ella, en todo lo que hicimos juntos, en todos los planes que tenía con ella y me daba cuenta que no me importaba lo que ella dijo sobre el porqué rompimos o porqué nuestra peor pelea, pasaba por alto esas cosas y me quedaban las buenas y eso era malo, porque me hacía extrañarla aún más y preguntarme porque ella pudo seguir adelante y yo aún la pensaba, como si aún estuviéramos juntos.

Pero como decía, eso fue hace varios meses. De hecho, el bar cerró unas semanas después luego de que un temblor derribara parte de la mampostería y se descubriera que nunca lo deberían haber habilitado al lugar, y entre los escombros, en un acto solemne y solitario, dejé un anillo mágico para aquel que lo quisiera encontrar.

Me enteré que Pamela estuvo saliendo o de novia con otro, bah, ella me lo dijo al poco tiempo de dejarme. 

Yo, en mi caso, comencé a hacer cosas que nunca había hecho. Hice cursos, me metí a todos lados, busqué becas y hasta fui a una psicóloga, que me decía lo mismo que una amiga, sólo que me cobraba y las sesiones eran un poco más largas. Incluso, mis amigos dejaron de llamarme preocupados porque algún día no les atendiera el teléfono y ya me llamaban sólo para invitarme a asados, a jugar al fútbol o salir de tragos por ahí.

Ayer mismo me encontré con Pablo justamente y nos pusimos a hablar de Pamela y de que el tiempo no es que ayude a olvidar, sino a superar las cosas. El tema salió justo recordando aquel viejo bar y esa conversación de hace unos nueve meses más o menos.

“Nunca más la volví a ver”, le confesé a Pablo y él me dijo que la había visto algunas veces, pero que no sabía qué estaba haciendo, ni que era de su vida, ni si estaba bien o mal. Yo sabía que a Pablo le costaba, porque Pamela le caía bien, pero yo era casi su hermano y aunque nunca se lo pedí, él prefería no tener mucho contacto con ella.

La cuestión es que la charla no hizo ningún efecto sobre mí. Pablo confirmó que yo estaba bien, que la había superado. Yo también me alegré de eso y el resto de la charla fue  de fútbol, de cómo lo tenía cagando la negra al Mariano y que por eso este ya no iba los sábados a jugar, de la mina del laburo que se estaba comiendo Julián y todo ese tipo de charlas serias que cambian el universo.

Cuando salí del bar, decidí caminar a casa, a pesar de que estaba como a cuarenta cuadras de casa, pero estaba contento, me clavé los auriculares en los oídos y comencé a recorrer y cruzar calles, a imaginar nuevos mundos y futuros y ahí fue que la vi. Era hermosa, no lo puedo negar. Una sonrisa casi perfecta. Una mirada de esas que te desarman.

Ella también me vio. Se quedó quieta, sin sacarme la vista de encima. Sonrió, por no saber qué otra cosa hacer. Estábamos a unos diez metros de distancia uno del otro y juro que esa sonrisa era lo más bello que había visto en mi vida.

No sabía si acercarme y hablarle o salir corriendo de no saber qué hacer en esa situación. Ella también dudaba de qué hacer, y no es que yo sea Brad Pitt, pero creo haber visto en su mirada las mismas dudas.

Nos miramos fijamente durante largos segundos, como si fuéramos dos vaqueros a punto de batirse en duelo. Ninguno desenfundó. Contaría que fue lo que pasó, si uno de los dos dio media vuelta y se fue. Si ella venía acompañada y su novio, cuando yo me decidí a acercarme, salió del negocio donde ella estaba parada. Si fue ella la que vino hacia mí. Si nos saludamos y cada uno siguió su camino para nunca más vernos. O si por el contrario, mientras yo escribo esto, ella está en mi cocina haciendo café. Tampoco diré si su nombre es Pamela, si es la misma que amé, o no, o si se llama de otra manera. Lo único que puedo decir es que el universo tiene formas extrañas de hacer las cosas.

martes, 2 de abril de 2013

"Nos disparaban desde todos lados"


“No hubo caso, nos mataban desde todos lados. Nunca entendimos los motivos”, le contaba el Negro a mi hijo de doce años.

Mi mujer se solía preocupar cuando el Negro contaba su historia. Esta vez no, para mi sorpresa, ella misma le pidió que se la contara a Mariano.

“Varios no sabían ni donde quedaban, pero eso no importó. Nos mandaron igual y no sabés el frío que hacía. Había mucha oscuridad, no se veía nada pero lo peor no era eso, lo peor era esperar que pasara algo que uno no quiere que ocurra. Nosotros no tuvimos la culpa. Por eso no entendíamos por qué nos mataban desde todos lados”, lamentó el negro.

"Recuerdo cuando llegamos. No estábamos contentos, al menos no del todo, pero teníamos nuestras expectativas y no alcanzamos a llegar que nos tiraban desde todos lados, nos disparaban desde todos los lugares posibles y pasaban los días y descubríamos que compañeros nuestros morían uno detrás de otro. Era horrible. Hoy te hacías amigo de uno y mañana lo llorabas".

“¿Sabés que es lo peor, Marianito? Qué uno no sabe cuando le va a pasar lo mismo, o cuando será esa persona que compartió tanto tiempo con vos la que se irá, y eso es terrible, porque parecía nunca acabar ese desastre, del que te digo, nosotros no éramos culpables de nada”, explicó el Negro, con aire de docente, de tipo con experiencia y con unos ojos que mostraban su tristeza y que me buscaban, casi pidiendo permiso para seguir, porque Marianito era su ahijado y no quería amargarlo.

“Estuvimos mucho tiempo en la oscuridad. No podíamos dormir. Despiertos, no estábamos para nada bien. Dormidos, tampoco era mejor, y te repito, nos veían y nos disparaban de todos lados”, dijo el negro, viendo que Mariano le hacía un gesto con la cabeza, como entendiendo todo lo que decía a pesar de su edad.

- “Padrino, hay algo que no entiendo, si les disparaban de todos lados, como hiciste para sobrevivir a la guerra”, preguntó Mariano, con esa caradurez y simpleza de los niños.

El Negro lo miró, como midiendo su respuesta y dijo: “Es que en la guerra nos disparaban balas, pero a veces nos podíamos proteger. Fue cuando volvimos de ella que nos dispararon de todos lados, pero ya no con balas, sino con indiferencia, haciéndonos vivir en las sombras y con la incertidumbre y la tristeza de seguir perdiendo amigos, compañeros, hermanos”.

El Negro se había desarmado. Había tardado casi tres décadas en decir lo que sentía y lo decía frente a un niño. Alguien que quizás no lo entendía, o quizás lo entendía mejor que nadie, porque fue ahí, cuando Mariano hizo algo que nos desarmó y sorprendió. Levantó la cabeza, le mostró al Negro, a su tío, que estaba llorando y le dijo solamente “perdón padrino, yo no voy a olvidar nunca”, y lo abrazó, en lo que fue quizás el abrazo más honesto que el Negro recibió desde que regresó, mientras intentaba contener sus lágrimas sin resultado alguno, porque ahogado por ellas, quería decirle también que era su “héroe”, y no les mentiré, a mí también se me escapó alguna, o varias, porque el Negro es el Negro, y también es mi Héroe.


LAS MALVINAS SON ARGENTINAS Y ELLOS, LOS QUE FUERON, SIEMPRE SERÁN HÉROES