miércoles, 27 de noviembre de 2013

Dudas de un tal vez...



Rara vez la encuentro despierta, pero cuando lo hago es una de las cosas más hermosas que he visto. Poder observar sus movimientos, ver que no ha cambiado en nada de cuando la conocí, que se sigue peinando antes de acostarse, que le reza a sus ángeles previo a dormir y que se acuesta de costado, siempre hacia la ventana. No hay noche en que no la vea.

Ojo, algunos dirán que soy un pervertido por mirarla todas las noches, en secreto, sin que ella lo sepa y nunca animarme a buscarla, a golpear su puerta, a decirle: “acá estoy, perdón por haber llegado tarde”, pero la verdad es que no me animo, temo que todavía esté dolida, o peor aún, enojada.

Esta rutina la vengo haciendo desde hace dos años al menos. El único problema que tuve fue cuando le regalaron un perro. Porque todo el mundo ama a esos animales, incluso yo, pero el ovejero ya era grande y si bien, a mí me parecía bonito, por lo visto yo lo asustaba y no me dejaba de ladrar. Esto provocaba que a mi amor solo la pudiera ver unos minutos porque después cuadrúpedo aparecía y tenía que salir huyendo a mi hogar.

Por suerte, una noche descubrí que el perro no estaba. En realidad tampoco fue suerte, porque ella, cansada de que ladrara todas las noches, se  lo llevó al campo y yo nunca pude dejar de sentirme culpable, de que renunciara a su única compañía.

El otro día me puse a pensar en eso, porque tengo muchas horas libres ahora y pienso mucho en esa época. Desde que nos separamos, ella no estuvo con ningún hombre, lo sé, porque como dije voy todas las noches a verla y aunque no lleva a nadie a su casa, aún noto la mirada triste por nuestra separación. Notar esas cosas siempre hace que me pregunte si me aceptaría de vuelta, pero no lo hago por miedo a que me rechace, creo que eso me destruiría.

Sin embargo, ayer  fue diferente. Llegué a medianoche, como siempre y las luces estaban encendidas. Se escuchaban voces, risas pero sólo eran dos, lo que significaba que no había una celebración. Cuando se apagaron las luces, los vi ingresar a la habitación, bajé la cabeza y me fui, no quise contemplar lo que allí iba a pasar, lo que finalmente pasó.

Hoy volví a ir. De hecho estoy en su ventana, como lo hago desde hace dos años. Tuve la esperanza de que lo de anoche fuera algo del momento, porque uno siempre tiene sus necesidades, aunque yo hace tiempo que no las tengo, pero no todos son como yo, lo admito. 

Otra vez la misma voz masculina, otra vez las risas, y un “te amo” que salió de su voz y me retumbó en la cabeza como si me hubieran disparado. No pude evitar sonreír, aunque reconozco que fue algo triste. Mi cobardía la alejó y ella encontró otro amor. Tal vez si me hubiese animado…

Me quedé a mirarla por última vez,  decidí no volver. La observé, la memoricé y decidí que estaba bien que ella estuviese feliz. Luego giré y tomé el camino para volver a mi hogar. Encontré la puerta abierta, esta vez no debía subir por el muro y eso me alegró un poco, comencé a esquivar los pozos hasta que llegué a mi casa, reconocible por la placa que dice “Familia Nasar”. Empujé la puerta y me acosté, supe que esa noche sería la última que saldría y lo único que pensé fue: “hace dos años… si hubiese salido antes, si no me hubiese demorado, si hubiese visto ese camión, si no hubiera cruzado en rojo… tal vez, solo tal vez, estaríamos juntos”, y me dormí, sabiendo que esa noche era la última en que pondría mis pies fuera del cementerio para ir a verla.

jueves, 21 de noviembre de 2013

El día que Borges se enamoró



Del maestro Ignacio (Nacho) de la Rosa
No se escuchaba nada, todo era silencio, excepto por sus dos voces y algunos gritos que se oían en un bar ubicado en la esquina, a casi unos cien metros de donde se encontraban. 

      -         Lo que pasa Jorge es que  vos no sos bueno, nunca lo fuiste y por eso no te gusta y atacás a todo aquellos a los que les gusta.

-         No, te equivocas Julio, más allá de lo que decís, no le veo la razón a tanta irracionalidad, a tanta falta de lógica.

-         Es que justamente esa falta de lógica es lo que lo hace perfecto, por ejemplo…

-         No, no comencés con ejemplos como hacen los otros dos, que ya me tienen las bolas llenas contando sus anécdotas.

-         ¿Quiénes, el negro y el gordo?

Casi como si fuera un acto de magia, los dos nombrados aparecieron en la puerta, saludaron con un ademán de cabeza y fue el Negro el que tiró la fatídica invitación que cambiaría su vida.

Queridos, mañana hay desafío contra los rockeritos de la otra cuadra y los necesitamos en el equipo.

Para Jorge, ese “los necesitamos” fue como una patada a la altura del pecho. Apenas lo escuchó sabía que era complicado, por no decir imposible, huir y mientras pensaba una solución, escuchó que Julio se largó a preguntar, como ya aceptando el desafío.

-         ¿Quiénes somos?, dijo, incluyéndolo.

El negro, esperando la pregunta, respondió: “Somos nosotros cuatro, Adolfo, el Rodo y Horacio, lo llamamos a Joaquín pero el mendocino dice que está ocupado, que para la próxima, tal vez- Bah, lo mismo que dice siempre que lo convocamos”.

“Va a estar complicado, porque van el jefe y el hijo a ver el partido y si van esos dos, significa que habrá lleno total”, completó el gordo, que hasta ese momento no había abierto la boca.

“Mierda”, dijo Jorge, casi bajito pero lo suficiente para que los demás escucharan. Al verse descubierto, y para disimular su enojo, preguntó por el otro equipo.

“Y… está el escocés, Federico, ese que anda de mallas todo el tiempo, que le dicen abuelito, Abuelo o algo así. También Norberto, Carlitos, el gallego Julián Infante y el chileno Jara”, enumeró el negro, mientras completaba advirtiendo que el partido era a las 16.

Apenas dijo eso, los dos se esfumaron, Julio también se fue y Jorge quedó mirando hacia la nada misma, pensando en un partido en el que no quería estar y por el que no sentía el menor de los entusiasmos.

Esa noche salió a caminar, cuando estaba regresando a su casa pasó por la puerta del café y escuchó las risotadas del negro, los gritos del gordo y algún otro de Julio. Imaginó que ahí estaría el resto del equipo y se molestó: “mañana estarán todos borrachos”, pensó y se fue ofuscado a dormir.

Pero la noche no lo ayudó. No dejó de dar vueltas en la cama. No entendía que les gustaba del fútbol. Cómo puede ser bueno un deporte en donde no siempre ganan los mejores, los que más méritos hacen. Cómo un tipo puede pensar con los pies, si todo el mundo sabe que en la mente está el poder. Y lo peor era la presencia del jefe y de su hijo. Era demasiada presión para él, que sabía que por sus habilidades no le quedaría otra que ser arquero.

Finalmente logró dormir, pero toda la noche fue una pesadilla y se despertó agitado, transpirado y nervioso. Esa tarde fue el último en llegar a la cancha y se sorprendió de ver a sus compañeros ahí. Jorge estaba nervioso, con un cigarrillo en la mano y otro en la boca. El negro y el gordo no dejaban de hablar, pero había algo raro, no se reían, se los notaba tensos. Le gustó la situación, nadie notaba que no quería estar ahí, aunque otra cosa le molestaba, era el ruido de la gente que había acudido a ver el partido y se preguntó cuántos habían asistido.

Mientras estaba en sus pensamientos, el Negro le tiró la camiseta. Era negra, con un escudo blanco. Sabía que en algún lado había visto ese dibujo, era un león sobre una cancha. Lo reconoció, hace muchos años lo había dibujado Caloi. Sintió algo dentro de él que no supo reconocer qué era y se alarmó.

Cuando avanzaba hacia la cancha con el resto del equipo, escuchó como el Negro y el Gordo trataban de tranquilizar al resto con algunos chistes, pero los nervios también se les notaba en sus voces. No querían perder ese partido. Lo miró a Julio y lo notó impaciente, le sostuvo la mirada y le hizo un gesto de aprobación cuando sus ojos se cruzaron. Hasta él se sorprendió de ese gesto que acababa de hacer.

Pero fue en el primer paso dentro de la cancha cuando dejó de entender del todo lo que le pasaba. La cancha estaba llena, por lo menos cinco mil almas. Y de cada una de las tribunas llovían papeles y la gente cantaba, hasta el hijo del jefe saltaba en una de las tribunas y se lo notaba desencajado, mientras otros dos tipos de barba, con el torso desnudo, lo escoltaban a cada lado.

Mientras los miraba, volvió a sentir algo en el pecho. Su vista iba de las tribunas a la cara de sus compañeros. Los comenzó a entender y eso lo descolocó más, porque no comprendía lo que pasaba dentro suyo, justo él, que siempre fue amante de la lógica y el saber.

Se puso inmediatamente en el arco, no dejaba de mirar la pelota y agradecía que no se acercara nadie del equipo contrario a su área. A los cinco minutos, Julio bajó una pelota sobre la línea, la levantó y la pasó por arriba de un rival y se la tocó al gordo, quien inmediatamente se la devolvió. 

No pudo dejar de admirar la simpleza, exactitud y belleza de esos movimientos, de esos toques y trató de no desconcentrarse, pero fue cuando Julio llegó al borde del área que comenzó a perder su compostura, un centro a media altura, regalado para los defensores, el escocés preparado para reventarla y el negro,  como si fuera una especie de acto de magia, se arroja, vuela dos metros y llega con su cabeza antes que el pie del defensor. Gol y a cobrar.

Festeja el negro, Julio y el gordo corren a abrazarlo. La hinchada no deja de gritar y festejar y de repente un grito de aliento supera todas las voces: “¡Vamó´Negro, la puta madre que a estos muertos les ganamos!”. 

Silencio total, todo el mundo callado, incluso él. Sabía que el grito tenía su voz, pero le costaba reconocerse y en un segundo entendió todo, comprendió sus nervios y a sus amigos, recordó sus charlas, vio a la gente cantar, observó la pelota que estaba atrapada dentro de la red del arco contrario, sintió una lágrima caer y se supo enamorado, igual que ellos, de ese deporte sin sentido, sin lógica, sin razón y supo que solo había tardado una vida y parte de la eternidad para descubrir ese amor y salió del arco corriendo para abrazar al Negro, mientras le pedía al árbitro la hora.



miércoles, 13 de noviembre de 2013

Encuentro casual de madrugada



Sus ojos marrones me miraron llenos de tristeza. No supe qué decirle. Era el momento más complicado de nuestra corta relación y yo no encontraba las palabras para pedirle que se alejara de mí, que no podíamos estar juntos.

Había sido un viernes de esos para el olvido. Me desperté, igual que las últimas semanas, con los mismos fantasmas acechándome. Hasta ese día no habían ganado la batalla, siempre lograba espantarlos de un modo u otro, pero ese día atacaron con más fuerza y me vencieron.

Un par de veces me tiraron al piso, de donde me costó reponerme una y otra vez. Algunas lágrimas de dolor aparecían en mi rostro y yo me negaba a rendirme, no quería ser vencido, no quería caer nuevamente, por más que supiera que esa guerra era de no acabar.

Finalmente decidí que lo mejor era escapar del encierro, dejar que mis fantasmas vinieran o se quedaran, en definitiva siempre hacen lo que quieren y me fui.

Esa noche, los espectros decidieron no acercarse demasiado. Me vieron con amigos y se dieron cuenta que era más complicada la pelea, entonces se acercaban, daban un golpe y huían, en una táctica digna de guerrilla, pero que en este caso no hacían el daño suficiente.

Así fue toda la noche, hasta que volví a caer en una de esas decisiones en las que uno después piensa por qué lo hizo y no encuentra respuesta alguna.

Horas después me encontré caminando, con mis auriculares puestos, cantando a viva voz sobre el final de la madrugada, lanzando un par de trompadas a los carteles y provocándome un dolor que calaba en los huesos. Sabía que los fantasmas estaban otra vez al acecho e incluso las canciones que mi celular elegía me lo advertían.

Fue en ese momento que llegué a la plaza. Vi un escenario y una fuente. Algo me dijo que debía quedarme ahí y así lo hice. No había nadie, éramos la oscuridad y yo y fue ahí que llegaste, que te vi por primera y única vez.

Te paraste al frente mío y sin decir nada, te sentaste a mi lado, me clavaste la mirada y hasta me pareció ver una sonrisa en tu rostro. Permanecimos en silencio veinte minutos, cómo si nos estuviéramos estudiando, cómo si ese momento fuera lo que haría que el mundo siguiera existiendo o acabara esa misma noche.

Hablamos sin hablar y juraría que hasta podías ver mi alma cuando me sostenías la mirada. Fue raro, hacía mucho no me sucedía algo así y sentí enojo hacia mi mismo, al darme cuenta de ese sentimiento que crecía en mí.

Quería llevarte conmigo, pero sabía que no podía. Ni siquiera me dijiste tu nombre, lo tuve que descubrir solo. Pero eso no sirvió de nada, a pesar de que no me dejabas de mirar con tus imponentes ojos marrones, ambos sabíamos que nada podía hacerse.

Finalmente me levanté, te acaricié una vez más y te sonreí, fue una sonrisa triste, que vos también me devolviste. Miré tu collar por última vez, ahí decía que te llamabas Charlie y que estabas buscando un dueño, me levanté y comencé a caminar, me seguiste unos pasos hasta que consideraste que la distancia entre los dos ya era suficiente. Después me dijiste adiós con un ladrido y te fuiste a probar suerte con dos chicos que pasaban por ahí. Ya estaba amaneciendo y era hora de ir a dormir.


viernes, 8 de noviembre de 2013

La puerta 12, una historia real

Me lo habían contado varias veces pero nunca lo quise creer. Me parecía una fantasía de tipos que siempre andan con miedo por la vida, de esos que imaginan cosas para autojustificarse, pero ayer, por la tarde, todo cambió y hoy me siento a escribirlo, porque no sé que pueda ocurrir a partir de ahora y admito, tengo miedo.

Hace más o menos un año, en uno de los calabozos del exCose (la cárcel de menores) hubo dos chicos encerrados. Esa tarde, durante las visitas, uno de ellos había logrado ingresar un encendedor y cuando se fueron a dormir, se puso a jugar con él.

El resto de los calabozos también estaban ocupados y en silencio. Los empleados se habían quedado ordenando todo, mientras la noche parecía quedar en paz, pero no fue así.

En la celda 12, el chico de 18 años jugaba a apagar y prender el encendedor. Cuando se comenzó a aburrir del juego, lo acercó al colchón de arriba, pero fue demasiado y rápidamente este comenzó a incendiarse.

Cuando quiso apagarlo, se dio cuenta que pedazos de tela y de colchón encendidos caían sobre él y sobre su propia cama. En cuestión de segundos, los dos colchones ardían en llamas.

En los otros calabozos, hasta ese momento todo era tranquilidad, pero el primero de los gritos alertó a los demás interno, al mismo tiempo.

Los operadores también los escucharon y llegaron corriendo a investigar qué ocurría y se encontraron con la celda 12 en llamas y los dos menores agarrados a la puerta, mientras las llamas ya les comenzaban a cubrir las espaldas.

Desesperados, intentaron abrir el candado, pero el calor hacía imposible ingresar la llave. Los nervios se iban apoderando de cada uno de ellos, hasta que de la nada, un operador apareció con un hierro e hizo palanca hasta romper el candado y abrir la puerta.

Ese mismo empleado, junto a otro, se metieron a la celda sin que les importara las llamas, levantaron a ambos menores en sus brazos y los llevaron a una pileta, mientras las cámaras filmaban todo, en unos minutos que parecieron una eternidad.

Esa noche, uno de los menores murió, el otro fue entregado a la familia luego de permanecer internado. El resto de los menores declaró a favor de los operadores y de su desesperación.

Ya pasó más de un año de ese hecho, pero hace unas semanas me contaron que algo nuevo sucedía desde hace tiempo y no lo quise creer.

Sabía que los menores no querían ser alojados en esa celda. Decían que estaba maldita, que había mala vibra, que no les gustaba. Incluso los empleados mencionaban cosas, pero realmente no les creía.

Pero ayer a la tarde, tuve que pasar por ese calabozo, y lo que vi juro que no me lo esperaba. El lugar estaba en silencio, no estuve aquella noche pero me imaginé que ese silencio debió haber sido parecido al que hubo previo a la tragedia.

El aire se puso pesado, me costaba respirar, incluso mover los pies se me hacía cada vez más imposible y fue entonces que giré hacia la celda 12. Ni siquiera sé el motivo por el que lo hice, pero no pude dejar de hacerlo. El candado de la puerta… se movía solo.

Miré hacia las ventanas, hacia las puertas, pero estaban todas cerradas. Ni una sola corriente de aire. Y el candado, cómo si tuviera vida, se movía de un lado a otro.

Esa misma noche, pasaron más cosas raras. Hubo silbidos, pero no había nadie despierto. Lo peor es que después se agregaron pasos y todos provenían de un lugar cerrado, donde solamente se podía acceder con una llave. Después de eso, nadie pudo conciliar el sueño.


PD: Unos días antes de la Navidad del 2011, dos chicos quedaron atrapados en su celda durante un incendio provocado por un encendedor. Uno de ellos murió a las pocas horas. El resto de los menores alojados declaró ante la Justicia, favoreciendo a los operadores, las cámaras mostraron la desesperación de estos y como ellos apagaron el incendio antes de la llegada de los bomberos. Sin embargo, el Gobierno y las autoridades del exCose los dejaron solos, sin apoyo legal ni psicológico. Lamentablemente, la historia es real, salvo algunos detalles. Incluso el candado, que hasta el día de hoy, dicen, en ciertos horarios se mueve solo.



jueves, 31 de octubre de 2013

Historias de telo

“Entramos al telo, pagué, nos metimos a la habitación y en lo mejor de todo, en ese momento en que sabés que lo próximo que viene es quedarse sin ropa, ella me tiró un ´¿no te molesta que esté en mis días, no?`, ahí se terminó la joda, la quería matar, descuartizar o lo que sea”.

Hace unos días recordé esa anécdota de mi pasado, en medio de una mesa en donde cada uno contaba una de esas bellas historias que sólo pueden ocurrir en telos. Por respeto a los que compartieron mesa conmigo, sus historias seguirán siendo solamente de ellos.

¿Pero quién no la ha pasado mal en un telo, hotel alojamiento, albergue transitorio o como quieran llamarlo?

Hay que convenir que hay cosas peores que eso que me ocurrió. Por ejemplo, llegar caminando a un telo es algo complicado. A nadie le gusta que justo pase alguien, un amigo o un vecino y vea que vas entrando con tu novia/saliente/nombre desconocido al telo y se de cuenta que planeas tener sexo (la gente suele ser muy perspicaz).

Por supuesto, también hay otras opciones aún más desastrosas. Puede pasar que entres a un telo, y la cajera, esa chica que tiene la molesta función de trabajar mientras el resto se dedica a disfrutar, te dice que está todo ocupado y que vos y tu chica deberán esperar en el living.

No te gusta para nada la situación, pero sabés que en cualquier momento te toca, por lo que la tomás de la mano y te dirigís a los sillones y ahí pasa lo que no debía pasar. Te encontrás a tu novia y no sabés como soltarle la mano a la chica que llegó con vos y tardás cinco segundos en entender que tu novia también fue al telo pero… ¡con otro y no con vos!

Aún peor, es encontrar en el living a tu mamá, que recién separada de tu viejo, está teniendo más sexo que vos y que se encuentra esperando otra habitación. De tal palo tal astilla, al menos en lo que se refiere a la espera.

Después está el tema de las miradas. Si caes con una mina muy linda, uno siente la presión de que esa noche, al menos por dos horas, uno tiene que ser una mezcla de Messi y Cristiano Ronaldo y un actor porno.

Por que ahí tenés la presión de tener que lograr que la chica vuelva a pasar por todos esos trámites con vos, pero además debés soportar que la cajera o la chica que te lleve hasta la habitación o quién sea te miren con cara de “vos no deberías estar con ella, es mucho para vos, seguro tenés plata”, y eso también te puede llegar a jugar en contra, porque uno sabe que es inexplicable que esa chica te haya dado bola.  

De hecho vos tampoco entendés eso pero le das las gracias a los planetas alineados, a la bruja a la que fuiste e incluso a tu vieja, que es la única que insiste con que sos lindo.

Hay otra situación. Cuando uno anda de buenas, se puede dar el gusto de elegir y decir “con vos sí” y “con vos ni a palos”, pero siempre, en algún momento viene una larga y prolongada sequía, a veces por voluntad propia, otras, por voluntad de los demás.

Es en ese punto cuando dos cervezas llevan a que veas a esa mina a la que nunca le darías bola, como lo más parecido a Celeste Cid o Sabrina Garciarena. El problema con esta usurpadora de identidades es el momento después del sexo. Ese momento en que ella te abraza y te mira esperando que le digas que la querés.

Y vos, que a esa altura ya te diste cuenta que no era la princesa la que tenés al lado, sino la bruja malvada, también querés algo… querés un terremoto, una amenaza de bomba, algo que te permita salir corriendo del lugar, y por las dudas de que algo de eso pase, mientras sus ojos escrutadores buscan los tuyos, vos estás relojeando y memorizando donde está tu boxer, el jean, la remera y tus zapatillas, para poder vestirte rápido y salir para nunca más volver. Después habrá tiempo de echarle la culpa al alcohol y jurar que nunca más volverás a hacer lo mismo.

miércoles, 25 de septiembre de 2013

Tus ojos verdes



Aún lo recuerdo cómo si fuese ayer. Tenías el pelo castaño y los ojos verdes. No recuerdo cuando fue la primera que te vi entrar, pero sí la primera vez que me di cuenta que estaba enamorado de vos.

Te sentaste a mi lado y me pediste una lapicera, fue la primera vez que te miré a los ojos y a partir de ese momento buscaba que nuestras miradas se cruzaran siempre, cómo si mis pupilas pudieran decir lo que a mi boca no le salía, a pesar de todas las veces que lo ensayaba a solas en mi habitación.

¿Tenías cuántos? ¿10 u 11 años, igual que yo? Estábamos en quinto grado cuándo hice las primeras de tantas estupideces que hice por una chica. Te escribí una carta, incluso hasta le pasé perfume como había visto en las películas y en un recreo te la guardé en la mochila.

El problema de cuándo sos chico es que tus padres te compran esos perfumes horribles que se pueden sentir a kilómetros y yo lo aprendí cuando vos entraste al aula y lo sentiste y pude ver cómo tu cara se iba transformando a medida que te acercabas a tu silla e ibas descubriendo, sin duda, que ese perfume provenía de tu mochila.

Apenas la leíste supiste que era yo. Tonto, me quise hacer el misterioso y no le puse firma pero mi letra y mi cara de estúpido me delataba. Pero lo peor no fue eso, vino después, cuando te vi riéndote con tu compañera mientras le mostrabas la carta. Era mi primer acto estúpido de amor y me sentí humillado y lastimado por primera vez.

Llegamos a séptimo grado y aún me gustabas, pero había aprendido a esconder mis sentimientos, más aún porque ese hecho creo que me marcó para siempre a la hora de hablar con una mujer. Para peor, eras mi competidora por la bandera y me ganaste y por si eso fuera poco, le diste tu primer beso a un amigo.

Terminada la escuela dejé de verte. Ambos fuimos a colegios públicos, pero tu destino y el mio no iban juntos y terminamos separados por muchos kilómetros y no volví a saber de vos hasta hace unos meses.

Yo salía de la facultad y te tomaste el mismo colectivo que yo. No habías cambiado nada, el mismo peinado, los mismos ojos verdes, la misma sonrisa. Fue como volver a tener diez años. Me reconociste y fuimos hablando todo el camino.

Hace unos días te volví a ver, yo había decidido irme caminando y vos también. Nos cruzamos, volvimos a hablar y me mencionaste lo de la carta y me pediste perdón. “Tenía diez años”, me dijiste y yo sonreí y te dije que no había nada que perdonar, que era una boludez lo que había hecho.

En el camino me contaste que te habías peleado con tu novio hacía unos meses, qué te había gustado encontrarte conmigo y que yo estaba muy cambiado, que ya no era tan callado y que te hacía reír mucho. Para cuando llegamos al punto donde debíamos separarnos me miraste y te quedaste callada. Te pregunté qué te pasaba y me dijiste que habías sido una estúpida cuando teníamos diez años pero que yo te gustaba y querías saber si yo quería salir con vos.

Te miré a los ojos, esos ojos verdes que hipnotizaban a cualquiera, me sonreías nerviosa, se notaba que era la primera vez que vos invitabas a alguien y no al revés, como debías estar acostumbrada.

Y estuve tentado, no lo voy a negar, porque realmente te veías hermosa, pero te dije que no, que no podía salir con vos. Que en esos meses había comenzado a salir con alguien, que casualmente era compañera tuya de facultad y te conocía. Vi tu cara de derrota y te pedí perdón mientras una lágrima caía de tus ojos y me hacía dudar otra vez, pero cuando te fuiste no pude evitar sonreír, no de malicia, sino porque recordé mis lágrimas de los diez años y fue como una revancha, cómo saber que es verdad eso que dicen que todo tiene vueltas.

Después comencé a caminar, me sentí diferente por primera vez en toda mi vida, y volví a sonreír mientras iba en búsqueda de esa chica que aceptó salir conmigo tras una carta, pero esta vez sin perfume y con mi nombre al pie de la hoja.

jueves, 5 de septiembre de 2013

Un sábado diferente (el destierro)



Se levantó nervioso. No era un sábado cualquiera y él lo sabía a pesar de sus trece años. No había podido dormir bien. Una y otra vez dio vueltas en la cama, pensando en porqué le había jugado ese desafío a su primo, cuál era el motivo de tamaña irresponsabilidad.

Porque él tiene sólo 13 años y sus amigos también, pero su primo, Alejandro,  tiene 15 y es más grande y más alto. Pero esa tarde, cuando el primo y los amigos los corrieron de la canchita de la otra cuadra, Tincho les apostó el estadio –que era un baldío con unos arcos de madera- a un partido y el que perdía, debía mudarse a otro lado. Lo que significaba ser desterrado para siempre.

El desafío era a las cuatro de la tarde, faltaban todavía cinco horas y él recién se estaba levantando. El estómago lo tenía hecho un nudo y la cabeza no paraba de darle vueltas.  Buscó el pantalón corto de Argentina, ese que le había regalado su tío Eduardo para el cumpleaños, pero no lo encontró. Le preguntó a su madre y obtuvo como respuesta que estaba siendo lavado.

Si la noche había sido mala, el día comenzaba peor, esos pantalones eran su cábala, nunca había perdido con ellos.

Buscó uno negro, sin escudo de ningún equipo, y se puso una camiseta azul, que alguna vez fue de su hermano y que tenía un 8 en la espalda, algo borrado por el paso del tiempo.

Cuando llegó a la cocina automáticamente buscó la lata con cacao y la encontró vacía. Ahí recordó que nunca les dijo a sus padres que se había acabado. Trató de no enojarse, pero ya estaba muy nervioso y no lo logró.

Fue hasta la tetera y le robó agua caliente a los adultos para hacerse un té con tostadas, porque las tortas se las había comido su hermano, que rápido de reflejos se había levantado media hora antes.
Para colmo, de almuerzo hubo tarta de verduras y sus padres discutieron por estupideces, cómo siempre hacen los grandes, así que cuando partió a la cancha, no sólo iba con la sensación de que ese día jugaría su último partido en la cancha, sino que también iba hambriento y enojado.

Pero no iba a ser suficiente, porque Gastón llegó con lo justo cuando todos se habían puesto demasiados nerviosos porque sólo eran seis y les faltaba el arquero. La paciencia no era una virtud para él.

Era como una película donde los débiles, Tincho y sus amigos, se enfrentaban a siete gigantes, pero a diferencia de las que pasaban en la tele, éstos últimos jugaban tranquilos, se divertían y para ser honestos, les cascoteaban el rancho, los tenían en su área y Gastón se jugaba el partido de su vida, mientras Tincho y los demás sólo lo ayudaban reventando la pelota hacia la nada y haciendo tiempo en cada lateral.

Los minutos pasaban y el empate seguía y cuando estaba oscureciendo llegó ese fatídico grito que paralizó los corazones de todos: "El que hace el gol gana"

Cinco minutos después ocurrió el milagro. Fue en una de esas jugadas en la que los relatores, sin que nadie entienda el motivo, dicen que es de otro partido. Un pelotazo que pega en el pie de Gastón y sale despedido hacia mitad de cancha, donde estaba Tincho, con su pantalón negro y su camiseta azul con el número 8 gastado.

La pelota que llega por arriba y él, que cuando la ve caer, escucha los pasos del número 6 que viene detrás a buscar la pelota o su cuerpo, lo que sea primero.

Sin pensarlo, Tincho toca la pelota con el taco cuando ésta no había tocado el suelo y gira hacia el lado contrario. El defensor pasa entra la pelota y el jugador y queda atrás, intentando descubrir que fue lo que ocurrió.

Desde esa posición, clavado en la mitad de la cancha, verá como ese ocho gastado le saca metros de ventaja y se acerca al número 2, que no es otro que Alejandro, que lo ha estado esperando toda la tarde para un duelo aparte.

Tincho verá a su primo, y sin pretenderlo, se dará cuenta que es más grande que hace una hora, cuando el partido recién estaba por empezar. O al menos eso parece

El defensor sonríe, tiene todas las de ganar, es más grande, más corpulento, más fuerte, sólo le tiene que tirar el cuerpo encima para terminar con la jugada y así lo hace. Tincho lo ve venir, se queda quieto esperando el golpe, pero tal vez por miedo o por esa milésima de lucidez, que separa a unos de otros, lo que hace es pisar la pelota y moverla hacia atrás al compás de su cuerpo. 

Ese paso, que para sus compañeros es casi en cámara lenta, como si fuera un bailarín de danza, dura menos de un segundo, pero lo deja a Tincho solo, frente a un arquero que se sabe vencido, y así fue porque el jugador que lleva esa camiseta gastada la coloca abajo, al lado del palo, donde es imposible llegar y lo que también era imposible es lo que finalmente ocurre: ganan los débiles, ese gol no significa un torneo, una transferencia a Europa, solo significa quedarse en la cancha y es lo único que les importa mientras soportan la mirada atónita y furiosa de los más grandes, que observan el festejo. Después vino la oscuridad.

Esa mañana Tincho despertó transpirado, nervioso. No era un sábado cualquiera y él lo sabía a pesar de sus trece años. No había podido dormir bien pensando en el desafío con su primo.

Buscó el pantalón corto de Argentina que le habían regalado y no lo encontró. Se puso uno negro y cuando fue a buscar una camiseta, vio una azul, que supo ser de su hermano. Súbitamente sonrió cuando vio el 8 en la espalda borrado con el paso del tiempo, cómo si supiera algo que hasta ese momento no sabía.

Su cara cambió, ya no estaba nervioso, algo era diferente y él lo sabía, a tal punto que ni siquiera le molestó que no haya cacao para desayunar, ni tortas y sólo verduras para almorzar. Tincho había descubierto que ese no sería cualquier sábado y volvió a sonreír, ya sin miedo de saber que en unas horas enfrentaba a su primo y podía ser desterrado para siempre. Esa ya no era una opción.

PD: Cuento escrito hace tiempo y reescrito nuevamente hace poco y con ilustración del gran Nacho de la Rosa. Ídolo de multitudes.

lunes, 2 de septiembre de 2013

"El escenario es terrible, comisario"



“El escenario es terrible, comisario, hay manchas rojas en todos lados, heridos, venga preparado”, advirtió uno de los primeros policías que había llegado al lugar al comisario.

Había dos vehículos involucrados, un auto y una camioneta, de esas grandes,  que tienen la trompa más alta que uno mismo.

-          “¿Flaco vos viste lo que pasó?”, le dijo el policía a un pibe de gris que tenía su auto estacionado a pocos metros del accidente.

-          “Sí, el de la camioneta salió en reversa, no miró y los pibes se la pusieron. Es terrible la escena ¿no?”, sostenía mientas miraba el auto inservibles y los asientos donde habían viajado los hermanos hasta minutos antes.

El policía le siguió la mirada y asintió. Buscó con la vista a los hermanos, uno de ellos estaba con un sangrando apoyado en el baúl del auto, mientras era tranquilizado por curiosos que pasaban por el lugar.

El otro estaba sentado en el piso, al borde la acequia, tenía una pierna lastimada y estaba algo mareado. Desde un puente los miraba un hombre canoso, pero no viejo, minutos antes los había amenazado a ambos diciéndoles que no sabían con quién se metían. Ellos luego se enterarían que era asesor de un alto funcionario del gobierno.

El uniformado volvió la vista hacia el auto, miró el asiento de atrás. Las manchas rojas sobre unas sillas blancas lo impresionaban, una perra negra asustada que viajaba en el auto le daba lástima pero el asiento de adelante le seguía impactando.

El comisario llegó unos veinte minutos después, sacó un bolso del asiento y lo dejó al costado del móvil. Con él venían dos médicos que se acababan de bajar de la ambulando.

“¿Así que es tu cumpleaños?”, le dijo el más joven a uno de los hermanos, mientras su rostro mostraba una sonrisa de lástima y una reflexión simple: “qué mala leche”.

Lo revisó y después le tocó a la otra víctima del choque. “Vamos a tener que llevarlos al hospital a que los revisen”, explicó, con una voz fuerte, de tal manera que escucharan los uniformados.

El comisario y dos policías se acercaron adonde estaba el médico con los pacientes, les tomaron los datos y miraron compungidos el auto. Todos pensaban igual: “No sirve más y es un milagro que estos dos no estén peor… pero igual es impresionante”.

 A los dos hermanos los subieron a la ambulancia, rumbo a un hospital público para que fueran revisados. El auto quedó ahí, al borde de la calle. El dueño de la camioneta tranquilo, ya que su vehículo había quedado casi intacto. Injusticias de la vida. 

Pero eso no era todo, el menor de los hermanos, el que cumplía años, el que tenía mala suerte según el médico, mientras la ambulancia se alejaba, pudo observar cómo el comisario buscaba el bolso que había dejado al costado del auto, sacaba unas gaseosas de él y se la pasaba a sus uniformados. Todos se acercaban al auto y se ponían a tomar, no era una casualidad el lugar elegido, sino que el asiento de adelante del auto estaba lleno de empanadas caseras y era demasiado impresionante esa escena como para no aprovecharla.

PD: Les quiero agradecer a todos los que se enteraron y se preocuparon por el accidente. No me quiero olvidar de José Eduardo Manyeri, el dueño de la Amarok, que no sólo salió en reversa sin mirar, sino que justificó el accidente diciendo que en Guardia Vieja no hay luces y que pasan todos los días. También agradezco que nos haya amenazado diciendo "no saben con quién se meten". Ahora ya sé quién es y no me calienta. Agradezco que no haya ido mi sobrina porque por esas cosas del destino había querido quedarse con los abuelos cinco minutos antes y agradezco que a mi hermano y a mi no nos haya pasado nada grave. Le mando un saludo al funcionario de gobierno que cayó al lugar a preocuparse por el dueño de la camioneta, tras la amenaza, y no esperó nunca ser reconocido. Qué lindo el muchacho. Aclaro que lo de la policía comiendo empanadas no existió, aunque es verdad que ver seis docenas desparramadas en los asientos de adelante fue un dolor a la vista. Solo fue una forma de buscarle un remate de humor, sin tener que hablar de la luz al final del tunel ni poner "Amanece en la ruta" de Sueter.