jueves, 21 de noviembre de 2013

El día que Borges se enamoró



Del maestro Ignacio (Nacho) de la Rosa
No se escuchaba nada, todo era silencio, excepto por sus dos voces y algunos gritos que se oían en un bar ubicado en la esquina, a casi unos cien metros de donde se encontraban. 

      -         Lo que pasa Jorge es que  vos no sos bueno, nunca lo fuiste y por eso no te gusta y atacás a todo aquellos a los que les gusta.

-         No, te equivocas Julio, más allá de lo que decís, no le veo la razón a tanta irracionalidad, a tanta falta de lógica.

-         Es que justamente esa falta de lógica es lo que lo hace perfecto, por ejemplo…

-         No, no comencés con ejemplos como hacen los otros dos, que ya me tienen las bolas llenas contando sus anécdotas.

-         ¿Quiénes, el negro y el gordo?

Casi como si fuera un acto de magia, los dos nombrados aparecieron en la puerta, saludaron con un ademán de cabeza y fue el Negro el que tiró la fatídica invitación que cambiaría su vida.

Queridos, mañana hay desafío contra los rockeritos de la otra cuadra y los necesitamos en el equipo.

Para Jorge, ese “los necesitamos” fue como una patada a la altura del pecho. Apenas lo escuchó sabía que era complicado, por no decir imposible, huir y mientras pensaba una solución, escuchó que Julio se largó a preguntar, como ya aceptando el desafío.

-         ¿Quiénes somos?, dijo, incluyéndolo.

El negro, esperando la pregunta, respondió: “Somos nosotros cuatro, Adolfo, el Rodo y Horacio, lo llamamos a Joaquín pero el mendocino dice que está ocupado, que para la próxima, tal vez- Bah, lo mismo que dice siempre que lo convocamos”.

“Va a estar complicado, porque van el jefe y el hijo a ver el partido y si van esos dos, significa que habrá lleno total”, completó el gordo, que hasta ese momento no había abierto la boca.

“Mierda”, dijo Jorge, casi bajito pero lo suficiente para que los demás escucharan. Al verse descubierto, y para disimular su enojo, preguntó por el otro equipo.

“Y… está el escocés, Federico, ese que anda de mallas todo el tiempo, que le dicen abuelito, Abuelo o algo así. También Norberto, Carlitos, el gallego Julián Infante y el chileno Jara”, enumeró el negro, mientras completaba advirtiendo que el partido era a las 16.

Apenas dijo eso, los dos se esfumaron, Julio también se fue y Jorge quedó mirando hacia la nada misma, pensando en un partido en el que no quería estar y por el que no sentía el menor de los entusiasmos.

Esa noche salió a caminar, cuando estaba regresando a su casa pasó por la puerta del café y escuchó las risotadas del negro, los gritos del gordo y algún otro de Julio. Imaginó que ahí estaría el resto del equipo y se molestó: “mañana estarán todos borrachos”, pensó y se fue ofuscado a dormir.

Pero la noche no lo ayudó. No dejó de dar vueltas en la cama. No entendía que les gustaba del fútbol. Cómo puede ser bueno un deporte en donde no siempre ganan los mejores, los que más méritos hacen. Cómo un tipo puede pensar con los pies, si todo el mundo sabe que en la mente está el poder. Y lo peor era la presencia del jefe y de su hijo. Era demasiada presión para él, que sabía que por sus habilidades no le quedaría otra que ser arquero.

Finalmente logró dormir, pero toda la noche fue una pesadilla y se despertó agitado, transpirado y nervioso. Esa tarde fue el último en llegar a la cancha y se sorprendió de ver a sus compañeros ahí. Jorge estaba nervioso, con un cigarrillo en la mano y otro en la boca. El negro y el gordo no dejaban de hablar, pero había algo raro, no se reían, se los notaba tensos. Le gustó la situación, nadie notaba que no quería estar ahí, aunque otra cosa le molestaba, era el ruido de la gente que había acudido a ver el partido y se preguntó cuántos habían asistido.

Mientras estaba en sus pensamientos, el Negro le tiró la camiseta. Era negra, con un escudo blanco. Sabía que en algún lado había visto ese dibujo, era un león sobre una cancha. Lo reconoció, hace muchos años lo había dibujado Caloi. Sintió algo dentro de él que no supo reconocer qué era y se alarmó.

Cuando avanzaba hacia la cancha con el resto del equipo, escuchó como el Negro y el Gordo trataban de tranquilizar al resto con algunos chistes, pero los nervios también se les notaba en sus voces. No querían perder ese partido. Lo miró a Julio y lo notó impaciente, le sostuvo la mirada y le hizo un gesto de aprobación cuando sus ojos se cruzaron. Hasta él se sorprendió de ese gesto que acababa de hacer.

Pero fue en el primer paso dentro de la cancha cuando dejó de entender del todo lo que le pasaba. La cancha estaba llena, por lo menos cinco mil almas. Y de cada una de las tribunas llovían papeles y la gente cantaba, hasta el hijo del jefe saltaba en una de las tribunas y se lo notaba desencajado, mientras otros dos tipos de barba, con el torso desnudo, lo escoltaban a cada lado.

Mientras los miraba, volvió a sentir algo en el pecho. Su vista iba de las tribunas a la cara de sus compañeros. Los comenzó a entender y eso lo descolocó más, porque no comprendía lo que pasaba dentro suyo, justo él, que siempre fue amante de la lógica y el saber.

Se puso inmediatamente en el arco, no dejaba de mirar la pelota y agradecía que no se acercara nadie del equipo contrario a su área. A los cinco minutos, Julio bajó una pelota sobre la línea, la levantó y la pasó por arriba de un rival y se la tocó al gordo, quien inmediatamente se la devolvió. 

No pudo dejar de admirar la simpleza, exactitud y belleza de esos movimientos, de esos toques y trató de no desconcentrarse, pero fue cuando Julio llegó al borde del área que comenzó a perder su compostura, un centro a media altura, regalado para los defensores, el escocés preparado para reventarla y el negro,  como si fuera una especie de acto de magia, se arroja, vuela dos metros y llega con su cabeza antes que el pie del defensor. Gol y a cobrar.

Festeja el negro, Julio y el gordo corren a abrazarlo. La hinchada no deja de gritar y festejar y de repente un grito de aliento supera todas las voces: “¡Vamó´Negro, la puta madre que a estos muertos les ganamos!”. 

Silencio total, todo el mundo callado, incluso él. Sabía que el grito tenía su voz, pero le costaba reconocerse y en un segundo entendió todo, comprendió sus nervios y a sus amigos, recordó sus charlas, vio a la gente cantar, observó la pelota que estaba atrapada dentro de la red del arco contrario, sintió una lágrima caer y se supo enamorado, igual que ellos, de ese deporte sin sentido, sin lógica, sin razón y supo que solo había tardado una vida y parte de la eternidad para descubrir ese amor y salió del arco corriendo para abrazar al Negro, mientras le pedía al árbitro la hora.



No hay comentarios:

Publicar un comentario