Sus
ojos marrones me miraron llenos de tristeza. No supe qué decirle. Era el
momento más complicado de nuestra corta relación y yo no encontraba las
palabras para pedirle que se alejara de mí, que no podíamos estar juntos.
Había
sido un viernes de esos para el olvido. Me desperté, igual que las últimas
semanas, con los mismos fantasmas acechándome. Hasta ese día no habían ganado
la batalla, siempre lograba espantarlos de un modo u otro, pero ese día
atacaron con más fuerza y me vencieron.
Un
par de veces me tiraron al piso, de donde me costó reponerme una y otra vez.
Algunas lágrimas de dolor aparecían en mi rostro y yo me negaba a rendirme, no
quería ser vencido, no quería caer nuevamente, por más que supiera que esa
guerra era de no acabar.
Finalmente
decidí que lo mejor era escapar del encierro, dejar que mis fantasmas vinieran
o se quedaran, en definitiva siempre hacen lo que quieren y me fui.
Esa
noche, los espectros decidieron no acercarse demasiado. Me vieron con amigos y
se dieron cuenta que era más complicada la pelea, entonces se acercaban, daban
un golpe y huían, en una táctica digna de guerrilla, pero que en este caso no
hacían el daño suficiente.
Así
fue toda la noche, hasta que volví a caer en una de esas decisiones en las que
uno después piensa por qué lo hizo y no encuentra respuesta alguna.
Horas
después me encontré caminando, con mis auriculares puestos, cantando a viva voz
sobre el final de la madrugada, lanzando un par de trompadas a los carteles y provocándome
un dolor que calaba en los huesos. Sabía que los fantasmas estaban otra vez al
acecho e incluso las canciones que mi celular elegía me lo advertían.
Fue
en ese momento que llegué a la plaza. Vi un escenario y una fuente. Algo me
dijo que debía quedarme ahí y así lo hice. No había nadie, éramos la oscuridad
y yo y fue ahí que llegaste, que te vi por primera y única vez.
Te
paraste al frente mío y sin decir nada, te sentaste a mi lado, me clavaste la
mirada y hasta me pareció ver una sonrisa en tu rostro. Permanecimos en
silencio veinte minutos, cómo si nos estuviéramos estudiando, cómo si ese
momento fuera lo que haría que el mundo siguiera existiendo o acabara esa misma
noche.
Hablamos
sin hablar y juraría que hasta podías ver mi alma cuando me sostenías la
mirada. Fue raro, hacía mucho no me sucedía algo así y sentí enojo hacia mi
mismo, al darme cuenta de ese sentimiento que crecía en mí.
Quería
llevarte conmigo, pero sabía que no podía. Ni siquiera me dijiste tu nombre, lo
tuve que descubrir solo. Pero eso no sirvió de nada, a pesar de que no me dejabas
de mirar con tus imponentes ojos marrones, ambos sabíamos que nada podía
hacerse.
Finalmente
me levanté, te acaricié una vez más y te sonreí, fue una sonrisa triste, que
vos también me devolviste. Miré tu collar por última vez, ahí decía que te
llamabas Charlie y que estabas buscando un dueño, me levanté y comencé a caminar, me seguiste unos pasos hasta que consideraste que la distancia entre los dos ya era suficiente. Después me dijiste adiós con un ladrido y te fuiste a
probar suerte con dos chicos que pasaban por ahí. Ya estaba amaneciendo y era
hora de ir a dormir.
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