Cuando era chico, vivíamos en un barrio de techos bajos y pegados
uno al otro. Era un lugar de gente laburadora que con los años se convirtió en
algo peligroso. Pero cuando uno tiene doce, trece años, no mide tanto los peligros. En esos lugares hay otras cosas que importan, más que en ningún otro lado: los desafíos de fútbol.
Nosotros éramos los de la manzana F. Eso significaba que, por ley natural, nuestros duelos debían ser con una
banda de pibes de nuestra edad que eran de la G o de la H, dependiendo del día
y de la cancha.
Entre los seis y los once años, el estadio era la calle, esa en la que te tirabas y era imposible no terminar con las rodillas raspadas. De grandes nos volvimos más exquisitos e íbamos a jugar al polideportivo, donde Lo principal era tener arcos que evitaban la discusión de si se había ido por arriba del travesaño imaginario. Un travesaño que cambiaba de altura según el tamaño del arquero.
Entre los seis y los once años, el estadio era la calle, esa en la que te tirabas y era imposible no terminar con las rodillas raspadas. De grandes nos volvimos más exquisitos e íbamos a jugar al polideportivo, donde Lo principal era tener arcos que evitaban la discusión de si se había ido por arriba del travesaño imaginario. Un travesaño que cambiaba de altura según el tamaño del arquero.
Fue en uno de esos desafíos que pasó. Nuestro equipo estaba formado por Mariano,
un petiso bien flaquito, tan flaco que cuando le pegaban una patada siempre
le dolía al otro. Lucas, un tipo calentón en la cancha y que siempre peleaba con
Mariano. Gastón y Edgardo, nuestros mejores jugadores. Juan, que se defendía y
yo.
Del otro lado, estaban ellos, los de la manzana H. Marcelo, un flaco
alto con quien siempre hubo pica. El hermano de él, Walter. Y muy bien no
recuerdo a los otros, excepto a un colado, le decían caño. Era alto, flaco y su
pie derecho disparaba misiles.
Era un partido bravo. De esos que sí se pierden se recuerdan por
semanas, meses y tal vez toda la vida. Era uno con historia.
Aprovechando que era feriado, lo habíamos armado especialmente, pero claro, no
contábamos con que ellos iban a llevar al Caño, invocando una especie de artículo
225 barrial y de que la cancha era de siete y que si nosotros éramos seis era
culpa nuestra, pero que ellos serían uno más y ante ese argumento y la
posibilidad de quedar como cagones, aceptamos la desventaja.
Fue un error. Los primeros 20 minutos los resistimos reventando la
pelota para algún pique milagroso de Mariano, pero ni así. Tras cuatro tiros en
los palos, sacar algunas pelotas en la línea y agradecer a todos los santos por
la mala puntería de ellos, finalmente el grandote de ellos nos clavó el
primero. Se venía el vendaval.
Fue ahí que lo vimos. No era del barrio, nadie lo conocía. Tenía unas zapatillas blancas, mugrientas, de lona. Un pantalón corto
como de los viejos futbolistas y una remera azul. Era alto y de cara triste,
como si con los 16 años que debía tener, cargara unos 50. Mientras él nos contaba
para ver si nos faltaba uno, yo le veía la pinta tratando de descubrir si valía
la pena convocarlo. Decidí que sí, estábamos en inferioridad y no habían muchos
jugadores para elegir. Lo que sí me sorprendió fue que pidiera atajar.
Ya en la primera que tuvo, tapó un mano a mano a un metro de
distancia, sin dar vuelta la cara. “Es un suicida”, pensé.
En la segunda, sacó un bombazo, tapado por todos nosotros, que se
metía en el ángulo inferior izquierdo. Pero la mejor fue la tercera. Por sacar
rápido se la pasó a Lucas desde el banderín del córner. El boludo se confió y
se la sacaron. El arco estaba vacío y el nueve de ellos le pegó. 2 a 0 y las
puteadas a Lucas ya eran una fija. Pero no, porque Alejandro, como se llamaba
nuestro nuevo amigo, apareció en un vuelo interminable, veloz, y con una mano la
sacó al segundo palo. Ninguno supo nunca cómo llegó, solo vimos una sombra volar
y la pelota desviarse.
“Si no nos hicieron ese, no nos clavan más”, pensé y así fue. Porque
en las únicas dos que tuvimos, Edgardo las clavó. Lo dimos vuelta y luego fue
todo un recital de despejes, pelotas en los palos y milagros de nuestro
arquero.
Lo ganamos 2 a 1. Las gaseosas apostadas fueron para nosotros. Lo primero que
recuerdo, es que fuimos corriendo a decirle a Alejandro que todos los
sábados nos juntábamos en la canchita, qué de dónde era, si vivía hacía mucho
en el barrio.
Nos dijo que vivió unos años pero que después se mudó.
Qué estaba de visita y se había acercado a la cancha porque siempre iba a
jugar ahí y extrañaba el lugar. Qué no sabía cuándo iba a volver pero que
cualquier cosa nos buscaba en el mismo lugar. Me dio la mano, un abrazo de esos
que solo quienes reconocen al otro como amigo saben dar y se fue, alegando que
lo estaban esperando. nos despidió con una sonrisa, la primera y única
que le vi desde que había llegado.
Años después comenzó el exilio. Gastón y Edgardo dejaron embarazadas
a sus respectivas novias y se terminaron los sábados de fútbol para ellos. Con
el tiempo yo comencé la facultad y dejé de pasar tiempo en el barrio, hasta que finalmente
me mudé. A esa altura, solo Lucas y Mariano quedaban en el vecindario, pero ya no
se juntaban como antes. De Alejandro nunca más supe nada. O miento, lo vi al año
siguiente de ese partido, un día que acompañaba a mi viejo a comprar leña para el asado. Vestía igual que un año antes
y no había cambiado nada. Se dirigía a la cancha y me saludó a lo lejos.
Lamenté no poder ir a jugar ese día.
Con los años me terminé de alejar del barrio, de los amigos de la
infancia, me puse de novio, me rompieron el corazón, conseguí trabajo, lo cambié varias veces y todas esas
cosas que ocurren cuando uno va creciendo. Nunca más pensé en esos
partidos de los sábados, hasta hoy.
Boludeando en el centro con algunos amigos, aprovechando que por ser
feriado no trabajábamos, nos fuimos a tomar una cerveza y comenzamos a escuchar
algunos bombos, cánticos y una columna de gente que gritaba con todas sus
fuerzas, como si estuvieran en una cancha pero era diferente...
Había personas grandes, otros de mi edad, y otros más chicos. Llevaban
banderas y carteles. No sé por qué comencé a leer lo que decía cada trapo. No sé tampoco porqué desvié mi atención hacia los carteles y de repente no pude hablar. Mis
ojos se llenaron de lágrimas. No me podía mover. No entendía nada y mis
amigos que me veían, menos. Me puse blanco. No comprendía. No podía dejar de
verlo.
Ahí, en uno de esos carteles, estaba él. Era Alejandro. No podía
olvidar esa sonrisa. Era él. Al lado, una foto suya con una pelota de fútbol en
las manos. Mismo pantalón, misma remera, mismas zapatillas. Pero no podía ser
él., era imposible. Debajo de la foto decía su nombre y aparecía la leyenda “desaparecido el 3 de agosto de 1977”. No entendía. Si desapareció, ¿quién era el que jugó con
nosotros aquella tarde del 2000?.
En medio de mi asombro, alguien me sonrió y me levantó la mano, como
había hecho un año después del partido. Cerré los ojos y los volví a abrir, ya
no estaba, pero indudablemente era él.
Casi doce años después del partido entendí de dónde había salido, el motivo de su cara triste cuando lo conocí, por que nunca lo habíamos visto en el
barrio y porqué lo vi aquel día y solamente una vez más, el año siguiente.
Pagué mi parte de las cervezas y me acerqué a la señora que llevaba el
cartel con su foto, se lo pedí. La mujer me miró desconcertada y me lo entregó
con una sonrisa, la misma que yo había visto minutos antes, la misma que había
visto años atrás y no pude evitar llorar otra vez, indudablemente era su madre.
Pensé en el partido, en su vuelo rasante y miré hacia arriba, hacia la foto y le
devolví la sonrisa. Era lo que menos merecía ese flaco, quien se convirtió en
amigo de la forma más simple que tenemos los varones en la niñez y
adolescencia: jugando al fútbol.
Era 24 de marzo otra vez.
"Los amigos del barrio pueden desaparecer, los cantores de radio
pueden desaparecer, los que están en los diarios pueden desaparecer, la persona
que amas puede desaparecer".
No hay comentarios:
Publicar un comentario