Rara
vez la encuentro despierta, pero cuando lo hago es una de las cosas más
hermosas que he visto. Poder observar sus movimientos, ver que no ha cambiado
en nada de cuando la conocí, que se sigue peinando antes de acostarse, que le
reza a sus ángeles previo a dormir y que se acuesta de costado, siempre hacia
la ventana. No hay noche en que no la vea.
Ojo,
algunos dirán que soy un pervertido por mirarla todas las noches, en secreto,
sin que ella lo sepa y nunca animarme a buscarla, a golpear su puerta, a
decirle: “acá estoy, perdón por haber llegado tarde”, pero la verdad es que no
me animo, temo que todavía esté dolida, o peor aún, enojada.
Esta
rutina la vengo haciendo desde hace dos años al menos. El único problema que
tuve fue cuando le regalaron un perro. Porque todo el mundo ama a esos
animales, incluso yo, pero el ovejero ya era grande y si bien, a mí me parecía
bonito, por lo visto yo lo asustaba y no me dejaba de ladrar. Esto provocaba
que a mi amor solo la pudiera ver unos minutos porque después cuadrúpedo
aparecía y tenía que salir huyendo a mi hogar.
Por
suerte, una noche descubrí que el perro no estaba. En realidad tampoco fue
suerte, porque ella, cansada de que ladrara todas las noches, se lo llevó
al campo y yo nunca pude dejar de sentirme culpable, de que renunciara a su
única compañía.
El
otro día me puse a pensar en eso, porque tengo muchas horas libres ahora y
pienso mucho en esa época. Desde que nos separamos, ella no estuvo con ningún
hombre, lo sé, porque como dije voy todas las noches a verla y aunque no lleva
a nadie a su casa, aún noto la mirada triste por nuestra separación. Notar esas
cosas siempre hace que me pregunte si me aceptaría de vuelta, pero no lo hago
por miedo a que me rechace, creo que eso me destruiría.
Sin
embargo, ayer fue diferente. Llegué a medianoche, como siempre y las
luces estaban encendidas. Se escuchaban voces, risas pero sólo eran dos, lo que
significaba que no había una celebración. Cuando se apagaron las luces, los vi
ingresar a la habitación, bajé la cabeza y me fui, no quise contemplar lo que
allí iba a pasar, lo que finalmente pasó.
Hoy
volví a ir. De hecho estoy en su ventana, como lo hago desde hace dos años.
Tuve la esperanza de que lo de anoche fuera algo del momento, porque uno
siempre tiene sus necesidades, aunque yo hace tiempo que no las tengo, pero no
todos son como yo, lo admito.
Otra
vez la misma voz masculina, otra vez las risas, y un “te amo” que salió de su
voz y me retumbó en la cabeza como si me hubieran disparado. No pude evitar
sonreír, aunque reconozco que fue algo triste. Mi cobardía la alejó y ella
encontró otro amor. Tal vez si me hubiese animado…
Me
quedé a mirarla por última vez, decidí no volver. La observé, la memoricé
y decidí que estaba bien que ella estuviese feliz. Luego giré y tomé el camino
para volver a mi hogar. Encontré la puerta abierta, esta vez no debía subir por
el muro y eso me alegró un poco, comencé a esquivar los pozos hasta que llegué
a mi casa, reconocible por la placa que dice “Familia Nasar”. Empujé la puerta
y me acosté, supe que esa noche sería la última que saldría y lo único que
pensé fue: “hace dos años… si hubiese salido antes, si no me hubiese demorado,
si hubiese visto ese camión, si no hubiera cruzado en rojo… tal vez, solo tal
vez, estaríamos juntos”, y me dormí, sabiendo que esa noche era la última en
que pondría mis pies fuera del cementerio para ir a verla.