miércoles, 27 de noviembre de 2013

Dudas de un tal vez...



Rara vez la encuentro despierta, pero cuando lo hago es una de las cosas más hermosas que he visto. Poder observar sus movimientos, ver que no ha cambiado en nada de cuando la conocí, que se sigue peinando antes de acostarse, que le reza a sus ángeles previo a dormir y que se acuesta de costado, siempre hacia la ventana. No hay noche en que no la vea.

Ojo, algunos dirán que soy un pervertido por mirarla todas las noches, en secreto, sin que ella lo sepa y nunca animarme a buscarla, a golpear su puerta, a decirle: “acá estoy, perdón por haber llegado tarde”, pero la verdad es que no me animo, temo que todavía esté dolida, o peor aún, enojada.

Esta rutina la vengo haciendo desde hace dos años al menos. El único problema que tuve fue cuando le regalaron un perro. Porque todo el mundo ama a esos animales, incluso yo, pero el ovejero ya era grande y si bien, a mí me parecía bonito, por lo visto yo lo asustaba y no me dejaba de ladrar. Esto provocaba que a mi amor solo la pudiera ver unos minutos porque después cuadrúpedo aparecía y tenía que salir huyendo a mi hogar.

Por suerte, una noche descubrí que el perro no estaba. En realidad tampoco fue suerte, porque ella, cansada de que ladrara todas las noches, se  lo llevó al campo y yo nunca pude dejar de sentirme culpable, de que renunciara a su única compañía.

El otro día me puse a pensar en eso, porque tengo muchas horas libres ahora y pienso mucho en esa época. Desde que nos separamos, ella no estuvo con ningún hombre, lo sé, porque como dije voy todas las noches a verla y aunque no lleva a nadie a su casa, aún noto la mirada triste por nuestra separación. Notar esas cosas siempre hace que me pregunte si me aceptaría de vuelta, pero no lo hago por miedo a que me rechace, creo que eso me destruiría.

Sin embargo, ayer  fue diferente. Llegué a medianoche, como siempre y las luces estaban encendidas. Se escuchaban voces, risas pero sólo eran dos, lo que significaba que no había una celebración. Cuando se apagaron las luces, los vi ingresar a la habitación, bajé la cabeza y me fui, no quise contemplar lo que allí iba a pasar, lo que finalmente pasó.

Hoy volví a ir. De hecho estoy en su ventana, como lo hago desde hace dos años. Tuve la esperanza de que lo de anoche fuera algo del momento, porque uno siempre tiene sus necesidades, aunque yo hace tiempo que no las tengo, pero no todos son como yo, lo admito. 

Otra vez la misma voz masculina, otra vez las risas, y un “te amo” que salió de su voz y me retumbó en la cabeza como si me hubieran disparado. No pude evitar sonreír, aunque reconozco que fue algo triste. Mi cobardía la alejó y ella encontró otro amor. Tal vez si me hubiese animado…

Me quedé a mirarla por última vez,  decidí no volver. La observé, la memoricé y decidí que estaba bien que ella estuviese feliz. Luego giré y tomé el camino para volver a mi hogar. Encontré la puerta abierta, esta vez no debía subir por el muro y eso me alegró un poco, comencé a esquivar los pozos hasta que llegué a mi casa, reconocible por la placa que dice “Familia Nasar”. Empujé la puerta y me acosté, supe que esa noche sería la última que saldría y lo único que pensé fue: “hace dos años… si hubiese salido antes, si no me hubiese demorado, si hubiese visto ese camión, si no hubiera cruzado en rojo… tal vez, solo tal vez, estaríamos juntos”, y me dormí, sabiendo que esa noche era la última en que pondría mis pies fuera del cementerio para ir a verla.

jueves, 21 de noviembre de 2013

El día que Borges se enamoró



Del maestro Ignacio (Nacho) de la Rosa
No se escuchaba nada, todo era silencio, excepto por sus dos voces y algunos gritos que se oían en un bar ubicado en la esquina, a casi unos cien metros de donde se encontraban. 

      -         Lo que pasa Jorge es que  vos no sos bueno, nunca lo fuiste y por eso no te gusta y atacás a todo aquellos a los que les gusta.

-         No, te equivocas Julio, más allá de lo que decís, no le veo la razón a tanta irracionalidad, a tanta falta de lógica.

-         Es que justamente esa falta de lógica es lo que lo hace perfecto, por ejemplo…

-         No, no comencés con ejemplos como hacen los otros dos, que ya me tienen las bolas llenas contando sus anécdotas.

-         ¿Quiénes, el negro y el gordo?

Casi como si fuera un acto de magia, los dos nombrados aparecieron en la puerta, saludaron con un ademán de cabeza y fue el Negro el que tiró la fatídica invitación que cambiaría su vida.

Queridos, mañana hay desafío contra los rockeritos de la otra cuadra y los necesitamos en el equipo.

Para Jorge, ese “los necesitamos” fue como una patada a la altura del pecho. Apenas lo escuchó sabía que era complicado, por no decir imposible, huir y mientras pensaba una solución, escuchó que Julio se largó a preguntar, como ya aceptando el desafío.

-         ¿Quiénes somos?, dijo, incluyéndolo.

El negro, esperando la pregunta, respondió: “Somos nosotros cuatro, Adolfo, el Rodo y Horacio, lo llamamos a Joaquín pero el mendocino dice que está ocupado, que para la próxima, tal vez- Bah, lo mismo que dice siempre que lo convocamos”.

“Va a estar complicado, porque van el jefe y el hijo a ver el partido y si van esos dos, significa que habrá lleno total”, completó el gordo, que hasta ese momento no había abierto la boca.

“Mierda”, dijo Jorge, casi bajito pero lo suficiente para que los demás escucharan. Al verse descubierto, y para disimular su enojo, preguntó por el otro equipo.

“Y… está el escocés, Federico, ese que anda de mallas todo el tiempo, que le dicen abuelito, Abuelo o algo así. También Norberto, Carlitos, el gallego Julián Infante y el chileno Jara”, enumeró el negro, mientras completaba advirtiendo que el partido era a las 16.

Apenas dijo eso, los dos se esfumaron, Julio también se fue y Jorge quedó mirando hacia la nada misma, pensando en un partido en el que no quería estar y por el que no sentía el menor de los entusiasmos.

Esa noche salió a caminar, cuando estaba regresando a su casa pasó por la puerta del café y escuchó las risotadas del negro, los gritos del gordo y algún otro de Julio. Imaginó que ahí estaría el resto del equipo y se molestó: “mañana estarán todos borrachos”, pensó y se fue ofuscado a dormir.

Pero la noche no lo ayudó. No dejó de dar vueltas en la cama. No entendía que les gustaba del fútbol. Cómo puede ser bueno un deporte en donde no siempre ganan los mejores, los que más méritos hacen. Cómo un tipo puede pensar con los pies, si todo el mundo sabe que en la mente está el poder. Y lo peor era la presencia del jefe y de su hijo. Era demasiada presión para él, que sabía que por sus habilidades no le quedaría otra que ser arquero.

Finalmente logró dormir, pero toda la noche fue una pesadilla y se despertó agitado, transpirado y nervioso. Esa tarde fue el último en llegar a la cancha y se sorprendió de ver a sus compañeros ahí. Jorge estaba nervioso, con un cigarrillo en la mano y otro en la boca. El negro y el gordo no dejaban de hablar, pero había algo raro, no se reían, se los notaba tensos. Le gustó la situación, nadie notaba que no quería estar ahí, aunque otra cosa le molestaba, era el ruido de la gente que había acudido a ver el partido y se preguntó cuántos habían asistido.

Mientras estaba en sus pensamientos, el Negro le tiró la camiseta. Era negra, con un escudo blanco. Sabía que en algún lado había visto ese dibujo, era un león sobre una cancha. Lo reconoció, hace muchos años lo había dibujado Caloi. Sintió algo dentro de él que no supo reconocer qué era y se alarmó.

Cuando avanzaba hacia la cancha con el resto del equipo, escuchó como el Negro y el Gordo trataban de tranquilizar al resto con algunos chistes, pero los nervios también se les notaba en sus voces. No querían perder ese partido. Lo miró a Julio y lo notó impaciente, le sostuvo la mirada y le hizo un gesto de aprobación cuando sus ojos se cruzaron. Hasta él se sorprendió de ese gesto que acababa de hacer.

Pero fue en el primer paso dentro de la cancha cuando dejó de entender del todo lo que le pasaba. La cancha estaba llena, por lo menos cinco mil almas. Y de cada una de las tribunas llovían papeles y la gente cantaba, hasta el hijo del jefe saltaba en una de las tribunas y se lo notaba desencajado, mientras otros dos tipos de barba, con el torso desnudo, lo escoltaban a cada lado.

Mientras los miraba, volvió a sentir algo en el pecho. Su vista iba de las tribunas a la cara de sus compañeros. Los comenzó a entender y eso lo descolocó más, porque no comprendía lo que pasaba dentro suyo, justo él, que siempre fue amante de la lógica y el saber.

Se puso inmediatamente en el arco, no dejaba de mirar la pelota y agradecía que no se acercara nadie del equipo contrario a su área. A los cinco minutos, Julio bajó una pelota sobre la línea, la levantó y la pasó por arriba de un rival y se la tocó al gordo, quien inmediatamente se la devolvió. 

No pudo dejar de admirar la simpleza, exactitud y belleza de esos movimientos, de esos toques y trató de no desconcentrarse, pero fue cuando Julio llegó al borde del área que comenzó a perder su compostura, un centro a media altura, regalado para los defensores, el escocés preparado para reventarla y el negro,  como si fuera una especie de acto de magia, se arroja, vuela dos metros y llega con su cabeza antes que el pie del defensor. Gol y a cobrar.

Festeja el negro, Julio y el gordo corren a abrazarlo. La hinchada no deja de gritar y festejar y de repente un grito de aliento supera todas las voces: “¡Vamó´Negro, la puta madre que a estos muertos les ganamos!”. 

Silencio total, todo el mundo callado, incluso él. Sabía que el grito tenía su voz, pero le costaba reconocerse y en un segundo entendió todo, comprendió sus nervios y a sus amigos, recordó sus charlas, vio a la gente cantar, observó la pelota que estaba atrapada dentro de la red del arco contrario, sintió una lágrima caer y se supo enamorado, igual que ellos, de ese deporte sin sentido, sin lógica, sin razón y supo que solo había tardado una vida y parte de la eternidad para descubrir ese amor y salió del arco corriendo para abrazar al Negro, mientras le pedía al árbitro la hora.



miércoles, 13 de noviembre de 2013

Encuentro casual de madrugada



Sus ojos marrones me miraron llenos de tristeza. No supe qué decirle. Era el momento más complicado de nuestra corta relación y yo no encontraba las palabras para pedirle que se alejara de mí, que no podíamos estar juntos.

Había sido un viernes de esos para el olvido. Me desperté, igual que las últimas semanas, con los mismos fantasmas acechándome. Hasta ese día no habían ganado la batalla, siempre lograba espantarlos de un modo u otro, pero ese día atacaron con más fuerza y me vencieron.

Un par de veces me tiraron al piso, de donde me costó reponerme una y otra vez. Algunas lágrimas de dolor aparecían en mi rostro y yo me negaba a rendirme, no quería ser vencido, no quería caer nuevamente, por más que supiera que esa guerra era de no acabar.

Finalmente decidí que lo mejor era escapar del encierro, dejar que mis fantasmas vinieran o se quedaran, en definitiva siempre hacen lo que quieren y me fui.

Esa noche, los espectros decidieron no acercarse demasiado. Me vieron con amigos y se dieron cuenta que era más complicada la pelea, entonces se acercaban, daban un golpe y huían, en una táctica digna de guerrilla, pero que en este caso no hacían el daño suficiente.

Así fue toda la noche, hasta que volví a caer en una de esas decisiones en las que uno después piensa por qué lo hizo y no encuentra respuesta alguna.

Horas después me encontré caminando, con mis auriculares puestos, cantando a viva voz sobre el final de la madrugada, lanzando un par de trompadas a los carteles y provocándome un dolor que calaba en los huesos. Sabía que los fantasmas estaban otra vez al acecho e incluso las canciones que mi celular elegía me lo advertían.

Fue en ese momento que llegué a la plaza. Vi un escenario y una fuente. Algo me dijo que debía quedarme ahí y así lo hice. No había nadie, éramos la oscuridad y yo y fue ahí que llegaste, que te vi por primera y única vez.

Te paraste al frente mío y sin decir nada, te sentaste a mi lado, me clavaste la mirada y hasta me pareció ver una sonrisa en tu rostro. Permanecimos en silencio veinte minutos, cómo si nos estuviéramos estudiando, cómo si ese momento fuera lo que haría que el mundo siguiera existiendo o acabara esa misma noche.

Hablamos sin hablar y juraría que hasta podías ver mi alma cuando me sostenías la mirada. Fue raro, hacía mucho no me sucedía algo así y sentí enojo hacia mi mismo, al darme cuenta de ese sentimiento que crecía en mí.

Quería llevarte conmigo, pero sabía que no podía. Ni siquiera me dijiste tu nombre, lo tuve que descubrir solo. Pero eso no sirvió de nada, a pesar de que no me dejabas de mirar con tus imponentes ojos marrones, ambos sabíamos que nada podía hacerse.

Finalmente me levanté, te acaricié una vez más y te sonreí, fue una sonrisa triste, que vos también me devolviste. Miré tu collar por última vez, ahí decía que te llamabas Charlie y que estabas buscando un dueño, me levanté y comencé a caminar, me seguiste unos pasos hasta que consideraste que la distancia entre los dos ya era suficiente. Después me dijiste adiós con un ladrido y te fuiste a probar suerte con dos chicos que pasaban por ahí. Ya estaba amaneciendo y era hora de ir a dormir.


viernes, 8 de noviembre de 2013

La puerta 12, una historia real

Me lo habían contado varias veces pero nunca lo quise creer. Me parecía una fantasía de tipos que siempre andan con miedo por la vida, de esos que imaginan cosas para autojustificarse, pero ayer, por la tarde, todo cambió y hoy me siento a escribirlo, porque no sé que pueda ocurrir a partir de ahora y admito, tengo miedo.

Hace más o menos un año, en uno de los calabozos del exCose (la cárcel de menores) hubo dos chicos encerrados. Esa tarde, durante las visitas, uno de ellos había logrado ingresar un encendedor y cuando se fueron a dormir, se puso a jugar con él.

El resto de los calabozos también estaban ocupados y en silencio. Los empleados se habían quedado ordenando todo, mientras la noche parecía quedar en paz, pero no fue así.

En la celda 12, el chico de 18 años jugaba a apagar y prender el encendedor. Cuando se comenzó a aburrir del juego, lo acercó al colchón de arriba, pero fue demasiado y rápidamente este comenzó a incendiarse.

Cuando quiso apagarlo, se dio cuenta que pedazos de tela y de colchón encendidos caían sobre él y sobre su propia cama. En cuestión de segundos, los dos colchones ardían en llamas.

En los otros calabozos, hasta ese momento todo era tranquilidad, pero el primero de los gritos alertó a los demás interno, al mismo tiempo.

Los operadores también los escucharon y llegaron corriendo a investigar qué ocurría y se encontraron con la celda 12 en llamas y los dos menores agarrados a la puerta, mientras las llamas ya les comenzaban a cubrir las espaldas.

Desesperados, intentaron abrir el candado, pero el calor hacía imposible ingresar la llave. Los nervios se iban apoderando de cada uno de ellos, hasta que de la nada, un operador apareció con un hierro e hizo palanca hasta romper el candado y abrir la puerta.

Ese mismo empleado, junto a otro, se metieron a la celda sin que les importara las llamas, levantaron a ambos menores en sus brazos y los llevaron a una pileta, mientras las cámaras filmaban todo, en unos minutos que parecieron una eternidad.

Esa noche, uno de los menores murió, el otro fue entregado a la familia luego de permanecer internado. El resto de los menores declaró a favor de los operadores y de su desesperación.

Ya pasó más de un año de ese hecho, pero hace unas semanas me contaron que algo nuevo sucedía desde hace tiempo y no lo quise creer.

Sabía que los menores no querían ser alojados en esa celda. Decían que estaba maldita, que había mala vibra, que no les gustaba. Incluso los empleados mencionaban cosas, pero realmente no les creía.

Pero ayer a la tarde, tuve que pasar por ese calabozo, y lo que vi juro que no me lo esperaba. El lugar estaba en silencio, no estuve aquella noche pero me imaginé que ese silencio debió haber sido parecido al que hubo previo a la tragedia.

El aire se puso pesado, me costaba respirar, incluso mover los pies se me hacía cada vez más imposible y fue entonces que giré hacia la celda 12. Ni siquiera sé el motivo por el que lo hice, pero no pude dejar de hacerlo. El candado de la puerta… se movía solo.

Miré hacia las ventanas, hacia las puertas, pero estaban todas cerradas. Ni una sola corriente de aire. Y el candado, cómo si tuviera vida, se movía de un lado a otro.

Esa misma noche, pasaron más cosas raras. Hubo silbidos, pero no había nadie despierto. Lo peor es que después se agregaron pasos y todos provenían de un lugar cerrado, donde solamente se podía acceder con una llave. Después de eso, nadie pudo conciliar el sueño.


PD: Unos días antes de la Navidad del 2011, dos chicos quedaron atrapados en su celda durante un incendio provocado por un encendedor. Uno de ellos murió a las pocas horas. El resto de los menores alojados declaró ante la Justicia, favoreciendo a los operadores, las cámaras mostraron la desesperación de estos y como ellos apagaron el incendio antes de la llegada de los bomberos. Sin embargo, el Gobierno y las autoridades del exCose los dejaron solos, sin apoyo legal ni psicológico. Lamentablemente, la historia es real, salvo algunos detalles. Incluso el candado, que hasta el día de hoy, dicen, en ciertos horarios se mueve solo.