sábado, 4 de mayo de 2013

"Ustedes no entienden"


“Me suicidé”, dijo Gabriel y con esa frase atrajo la atención de todos. Incluso la de Sebastián y el Juani, que como siempre estaban enroscados en sus discusiones futbolísticas.

“Me suicidé, fui a hablar con ella”, completó el Gabi. A ninguno le hizo falta que nos dijera quien era “ella”. Durante años, Carina había sido parte de la vida del cabezón, y por consiguiente de la nuestra. Siempre habían sido una excelente pareja, al punto tal de que el Gabi, a pesar de su anticatolicismo, estaba decidido a casarse en una Iglesia por ella.

Pero los últimos tiempos habían sido caóticos, el cabezón cayó en una crisis que no se bancó y arrastró todo con él y ella, hace unos meses se cansó y dijo “adiós”. A todos nos sorprendió un poco la pelea, porque ella había tenido sus cosas y Gabi nunca se rindió, pero después él ya no tuvo fuerzas y ella tampoco. Nadie podía culparla, más allá de que todos sabíamos cómo el Gabi la quería.

“¿Qué pasó?, contá”, ordenó Florencia, que a esa altura era la única mujer del grupo y que se había ganado el derecho de estar en la mesa, aunque nunca se dejaba de reclamar más presencia femenina en los cónclaves.

“Nada, no me banqué más estar alejado de ella, pensarla y soñarla y le dije que la amaba, que aún creía que nuestro proyecto estaba vivo, que aún soñaba con verla de blanco caminar hacia mí y que quería estar con ella, pero me respondió que no estaba dispuesta a volver a sufrir, y que yo no le podía asegurar eso y se fue, me dijo que me cuidara y me hizo un gesto con la mano, sin siquiera mirarme, mientras se subía al auto”.

Todos creíamos que Carina justamente reaccionaría así. La verdad es que Gabi siempre intentó mostrarse fuerte mientras eran pareja, pero el cabezón es un boludo que lo que tiene de racional, también lo tiene de soñador, aunque suene incompatible eso.

“¿A qué fuiste viejo, ella fue la que decidió terminar todo luego de tantas idas y vueltas, en serio, porqué fuiste?”, preguntó Javier desde una punta de la mesa.

“Yo sabía que podía estrellarme, sabía que era un suicidio, pero tenía esa puta ilusión de que no fuera así, que aún hubiera algo en ella, algo, un sentimiento, y sí, me equivoqué. Al final de la charla, ya ni me miraba, sólo se quería ir, no quiso bajar la guardia”, explicó y todos hicimos silencio, por la situación, pero también porque las últimas palabras temblaron en sus labios, estaba a punto de quebrarse y ninguno quiso decir algo que le impidiera recuperarse.

“Gabi, sabés que no podés atar tu vida a una relación que terminó. ¿Cuánto más vas a estar así? Llevás meses, más de un año. No te digo que salgas a cogerte a toda mina que se te cruce en la calle, pero no podés estar más tiempo así”, tiró el negro, con la simplicidad que sólo él tiene para decir algunas cosas.

“Tienen razón, igual no quiero andar conociendo a nadie, pero no sé qué hacer. Les juro que la extraño todo el tiempo, por eso lo hice. Después dicen que hay que pelear por lo que uno ama, pero cuando lo hacés sólo quedás partido al medio, es una mierda todo”. El Gabi no alcanzó a terminar que todos nos dimos cuenta que por esa noche sería un error cualquier argumento, pero como somos duros de cabeza, igual seguimos durante dos horas más, matándole la cabeza y no voy a negar que por momentos le sacamos alguna lágrima. Así fue hasta que entendió o eso creímos, porque lo último que dijo antes de cambiar el tema fue: “Tienen razón, pero ustedes no entienden”.

Después de eso compramos unas cervezas más, no era nuestra mejor noche. Gabriel no se quiso emborrachar, contrariando lo mismo que él había dicho y en un momento tomó un taxi y se fue a su casa, cuando todos los demás emprendíamos nuestros caminos.

Fue en esa ronda de despedida cuando realmente dijo sus últimas palabras. Al saludarlo, solo pude abrazarlo y decirle que todo iba a estar bien, y él me contestó, tristemente, con un: “No, sin ella nada va a estar bien, sólo me deberé acostumbrar con el tiempo”, y me miró, me hizo una mueca que quiso ser una sonrisa y entendí lo que había dicho antes. Indudablemente,  ninguno de nosotros podía entender, por más razón que tuviéramos, porque el corazón tiene sus propias razones. Y supe otra cosa, que no importaba lo que le dijéramos, él iba a seguir esperándola.

viernes, 3 de mayo de 2013

El último golpe


Hacía  meses se había retirado. O mejor dicho, lo habían retirado. Le habían dicho que ya no servía para ese tipo de trabajos, que se había vuelto lento, que ya no planificaba tan bien las cosas, que ya no se podía confiar en él. Y él se lo creyó y abandonó su modo de vida. Consiguió un trabajo, se encerró en su casa por semanas y cada vez que extrañaba todo lo que ya no tenía salía a correr o hacía gimnasia, y eso era todos los días.

Así pasaron semanas y meses de silencio, de llantos contenidos y de planes que eran desechados al instante en el que se imaginaban.

Pero un día, un viejo conocido le habló de aquel trabajo, del último, de ese en el que había fallado, de ese en el que había perdido toda su confianza y lo tentó, le hizo creer que aún se podía hacer.

Él quiso creer que no, que no era capaz, que el trabajo era imposible de que se diera, pero la ilusión siempre había estado ahí, esa llama nunca se había pagado y ahora le había tirado el suficiente combustible para que se transforma en un incendio que lo consumía cada minuto. Supo que lo haría. Ya no tenía nada que perder.

“¿Estás seguro?”, le dijeron algunos amigos, “¿y si te sale mal?”. Esas dos preguntas le sonaban todo el tiempo en su cabeza y lo peor era su respuesta a la segunda. Él mismo creía que fallaría, él mismo se sabía acabado, pro quería el milagro, quería ese margen de error que le permitiera lograrlo. Quería la hazaña, porque si la lograba sabía que sería el cambio de todo.

Pensó en cómo entrar, en cuantos autos debía conseguir, donde estacionarlos, donde huir, cómo hacer para llevarse la recompensa. En su escritorio se iban acumulando cada vez más papeles. Miró fotos del objetivo y llegó a soñar cada noche con este, aunque eso ya venía ocurriendo desde antes de decidirse a dar el último golpe.

Se decidió por lo fácil. No quería nada complicado. El ataque sería de día. Sería simple. Si fallaba, él sabía que sería su muerte. Si lo lograba, por el contrario, su vida cambiaría y ese pensamiento lo terminó de convencer.

Esa mañana se levantó, se afeitó, se bañó. Desayunó ligero, ya que su estómago le estaba mostrando lo nervioso que se encontraba y su cabeza no dejaba de pensar en su objetivo.

Agarró su mochila y guardó todos los papeles, cada uno de ellos, cada uno de los esbozos, planos y cosas que se le habían ocurrido, consciente de que muy probablemente no los usaría, porque una vez en el lugar seguramente terminaría improvisando todo.

Y salió hacia el lugar esperando la victoria de su vida...