viernes, 3 de mayo de 2013

El último golpe


Hacía  meses se había retirado. O mejor dicho, lo habían retirado. Le habían dicho que ya no servía para ese tipo de trabajos, que se había vuelto lento, que ya no planificaba tan bien las cosas, que ya no se podía confiar en él. Y él se lo creyó y abandonó su modo de vida. Consiguió un trabajo, se encerró en su casa por semanas y cada vez que extrañaba todo lo que ya no tenía salía a correr o hacía gimnasia, y eso era todos los días.

Así pasaron semanas y meses de silencio, de llantos contenidos y de planes que eran desechados al instante en el que se imaginaban.

Pero un día, un viejo conocido le habló de aquel trabajo, del último, de ese en el que había fallado, de ese en el que había perdido toda su confianza y lo tentó, le hizo creer que aún se podía hacer.

Él quiso creer que no, que no era capaz, que el trabajo era imposible de que se diera, pero la ilusión siempre había estado ahí, esa llama nunca se había pagado y ahora le había tirado el suficiente combustible para que se transforma en un incendio que lo consumía cada minuto. Supo que lo haría. Ya no tenía nada que perder.

“¿Estás seguro?”, le dijeron algunos amigos, “¿y si te sale mal?”. Esas dos preguntas le sonaban todo el tiempo en su cabeza y lo peor era su respuesta a la segunda. Él mismo creía que fallaría, él mismo se sabía acabado, pro quería el milagro, quería ese margen de error que le permitiera lograrlo. Quería la hazaña, porque si la lograba sabía que sería el cambio de todo.

Pensó en cómo entrar, en cuantos autos debía conseguir, donde estacionarlos, donde huir, cómo hacer para llevarse la recompensa. En su escritorio se iban acumulando cada vez más papeles. Miró fotos del objetivo y llegó a soñar cada noche con este, aunque eso ya venía ocurriendo desde antes de decidirse a dar el último golpe.

Se decidió por lo fácil. No quería nada complicado. El ataque sería de día. Sería simple. Si fallaba, él sabía que sería su muerte. Si lo lograba, por el contrario, su vida cambiaría y ese pensamiento lo terminó de convencer.

Esa mañana se levantó, se afeitó, se bañó. Desayunó ligero, ya que su estómago le estaba mostrando lo nervioso que se encontraba y su cabeza no dejaba de pensar en su objetivo.

Agarró su mochila y guardó todos los papeles, cada uno de ellos, cada uno de los esbozos, planos y cosas que se le habían ocurrido, consciente de que muy probablemente no los usaría, porque una vez en el lugar seguramente terminaría improvisando todo.

Y salió hacia el lugar esperando la victoria de su vida...

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