Hacía meses se había
retirado. O mejor dicho, lo habían retirado. Le habían dicho que ya no servía
para ese tipo de trabajos, que se había vuelto lento, que ya no planificaba tan
bien las cosas, que ya no se podía confiar en él. Y él se lo creyó y abandonó
su modo de vida. Consiguió un trabajo, se encerró en su casa por semanas y cada
vez que extrañaba todo lo que ya no tenía salía a correr o hacía gimnasia, y
eso era todos los días.
Así pasaron semanas y meses de silencio, de llantos
contenidos y de planes que eran desechados al instante en el que se imaginaban.
Pero un día, un viejo conocido le habló de aquel trabajo,
del último, de ese en el que había fallado, de ese en el que había perdido toda
su confianza y lo tentó, le hizo creer que aún se podía hacer.
Él quiso creer que no, que no era capaz, que el trabajo era
imposible de que se diera, pero la ilusión siempre había estado ahí, esa llama
nunca se había pagado y ahora le había tirado el suficiente combustible para
que se transforma en un incendio que lo consumía cada minuto. Supo que lo
haría. Ya no tenía nada que perder.
“¿Estás seguro?”, le dijeron algunos amigos, “¿y si te sale
mal?”. Esas dos preguntas le sonaban todo el tiempo en su cabeza y lo peor era
su respuesta a la segunda. Él mismo creía que fallaría, él mismo se sabía
acabado, pro quería el milagro, quería ese margen de error que le permitiera
lograrlo. Quería la hazaña, porque si la lograba sabía que sería el cambio de
todo.
Pensó en cómo entrar, en cuantos autos debía conseguir,
donde estacionarlos, donde huir, cómo hacer para llevarse la recompensa. En su
escritorio se iban acumulando cada vez más papeles. Miró fotos del objetivo y
llegó a soñar cada noche con este, aunque eso ya venía ocurriendo desde antes
de decidirse a dar el último golpe.
Se decidió por lo fácil. No quería nada complicado. El
ataque sería de día. Sería simple. Si fallaba, él sabía que sería su muerte. Si
lo lograba, por el contrario, su vida cambiaría y ese pensamiento lo terminó de
convencer.
Esa mañana se levantó, se afeitó, se bañó. Desayunó ligero,
ya que su estómago le estaba mostrando lo nervioso que se encontraba y su
cabeza no dejaba de pensar en su objetivo.
Agarró su mochila y guardó todos los papeles, cada uno de
ellos, cada uno de los esbozos, planos y cosas que se le habían ocurrido,
consciente de que muy probablemente no los usaría, porque una vez en el lugar
seguramente terminaría improvisando todo.
Y salió hacia el lugar esperando la victoria de su vida...
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