viernes, 19 de julio de 2013

"Rodrigo está vivo y en mi casa"



“Rodrigo vive en mi casa”, dijo la turca, y todos nos quedamos helados sin saber si habíamos entendido bien lo que, sin lugar a dudas, Vanesa había dicho.

Todos sabíamos quién era Rodrigo, era ese cantante que había muerto días atrás en un accidente, que cómo es costumbre, se convirtió en algo lleno de sospechas y con pocas certezas. Todo eso contribuía a qué menos entendiéramos esas cinco palabras soltadas de la nada, mientras íbamos de paseo a una bodega.

“A ver, empecemos otra vez ¿quién vive en tu casa?”, le soltó la enana, mientras todos dimos vuelta la cabeza esperando que la turca nos aclarara algo que no estábamos seguros de querer saber.
-          Rodrigo.

-           - ¿Qué Rodrigo?
-           - El cantante.
-           - ¿El que se murió?
-           - Sí, ese.
-           - Estás loca.
-           -No, en serio les digo, es Rodrigo.
-         
-         
Habían pasado cinco minutos de viaje y nos habíamos quedado callados. Para ser honesto, yo pensaba en si debíamos denunciar a nuestra amiga para que la encerraran. Francisco quería tirarla del colectivo en movimiento, por las dudas de que además de ver fantasmas también tuviera un arma en la cartera y nos quisiera matar. Belén, la enana, su mejor amiga, tiraba la opción de que la arrojáramos en alguno de los tanques de la bodega, “moriría borracha y feliz”, decía para convencernos, y no era mala la idea.

Lo cierto es que todos pensábamos las alternativas, pero el temor a que nos agarrara remordimiento de conciencia para toda la vida y el hecho de que a un par del grupo se le había dado por ir a retiros espirituales y estaban, por lo tanto, en un momento de bondad, nos detuvo.

Cuando todo parecía haber terminado y estábamos llegando a la excursión más divertida de nuestra vida. Digo divertida, porque era todo lo contrario. Ir a una bodega con 17 años y que por ser menor no puedas probar ni el agua con el que riegan las viñas no hace de un paseo algo memorable, aunque Vanesa ya se había encargado de esa parte.

Lo cierto es que al llegar a la bodega, y cuando todos habíamos dejado que el tema de Rodrigo se fuera, apareció Matías: “Che Vane, y Rodrigo, ¿no está con nosotros en la excursión, no?”. Debo admitir que nos reímos, pero rápidamente se nos fue la sonrisa de nuestros rostros cuando escuchamos la respuesta: “No, no puede salir del departamento”, dijo la turca. 

O sea, no sólo era un fantasma, sino que también estaba secuestrado. Más mala suerte no podía tener.
A esa altura ya teníamos miedo, pero era hora de volver al colegio para hablar de lo que nadie había entendido sobre el paseo por la bodega.

A la salida de la escuela, cómo cada día de cada semana, comenzaba el clásico ritual: ¿A qué casa íbamos a tomar la mediatarde y a jugar las cartas? Y lo bueno de ser adolescente es que los miedos duran poco y el elegido fue el hogar de Vanesa.

Hacia allá partimos cinco de nosotros, turca incluida, con una docena de tortas y un hambre que hacía hablar a nuestros estómagos. El seleccionado, como siempre, era La Mosca, un juego donde se reparten cinco cartas a cada uno, una de ellas se denomina triunfo y otras reglas, algo complicadas de explicar.

A esa altura ya no se hablaba de Rodrigo, sólo queríamos jugar, y ganar para gozar a los demás. Pero eso duró poco. Cuando fue el turno de repartir de Alejandro, se pudrió todo.

Comenzó a dar las cartas: Para Vanesa, para Belén, para Francisco, para mí, para él y erróneamente, para la sexta silla que había en la mesa. Lo dejamos seguir y fue Belén la que tradujo nuestra confusión.

“Ale, somos cinco y estás dando para seis”, le dijo, con una voz de autoridad o reproche. 
 
-        -  No, somos seis, ¿o Rodrigo acaso no juega?, fue su respuesta, dada con al mejor cara de ingenuo que podía poner en ese momento.

Y se largó la carcajada generalizada de todos, excepto la de Vanesa que se lo quería comer vivo, matarlo, desollarlo y colgarlo del primer mástil que se encontrara cerca, y de rebote la ligamos el resto.

El resultado de tal trifulca fue tarjeta roja para todos, se terminó el mate, las cartas, la juntada y uno detrás de otro fuimos bajando las escaleras. Admito que ninguno se sentía muy mal, el chiste de Alejandro había valido la pena y sabíamos que lo recordaríamos por años, pero fue cuando llegamos a la vereda y a medida que nos alejábamos, que lo escuché.

Desde la ventana de la casa de Vanesa venía una voz con acento cordobés, y no cantaba, es más, juro que le escuché decir: “¿Cómo se juega a la mosca?”. Los miré a los demás, Francisco y Belén me devolvieron la mirada, pero ninguno dijo nada. Hasta ahora.

martes, 2 de julio de 2013

El día que me enamoré



Nunca podría decir la fecha exacta en la que me enamoré del fútbol, pero sí el momento. Adonde yo vivía no se veían nunca esos grandes partidos de primera división, pero aquella tarde fue diferente.
Eran cerca de las cuatro de la tarde. La cancha estaba espectacular. Se veía casi nueva, con el césped parejo. Los carteles electrónicos rodeaban todo el estadio. De un lado estaba Boca y del otro River y yo los miraba desde arriba de las tribunas.

Hasta ese momento sólo los había visto por televisión y había ido a ver algún que otro partido de mi hermano o jugado uno yo. Pero esa tarde era otra cosa. Estaba en la mítica Bombonera, un estadio lleno, dos hinchadas cantando todo el tiempo y un recibimiento lleno de papelitos. Para mis siete u ocho años eso era el paraíso. No dejaba de mirar asombrado a esos jugadores que siempre creí que no vería nunca.

Tengan en cuenta que en ese momento no existía ni Riquelme, ni Aimar. Messi era un bebé y Argentina era el campeón vigente del mundo.

Claudio Caniggia
En River jugaban varios de ese equipo campeón: Pumpido, Ruggeri y otros como Caniggia que todavía era hincha del club donde jugaba, el negro Omar Palma y el uruguayo Antonio Alzamendi. Boca, por el contrario, lo tenía a Juan Simón, Cucciufo, Comas, Graciani… jugadores que eran buenos, pero que en un Boca-River no tiene importancia quién tiene el mejor equipo. Y yo ahí, para verlos jugar, mientras miraba hacia el ingreso a la cancha para ver si aparecía el vendedor de coca-cola.

El partido comenzó y fue un ida y vuelta desde el principio. Cada vez que se pasaba de mitad de cancha había peligro. Rápidamente River se puso uno a cero arriba. Toda una jugada de paredes entre Caniggia y el número ocho, Troglio, que terminó con una pelota cruzada que el arquero no logró desviar. 

Cinco minutos después, el 2 a 0. Esta vez Jorge Da Silva, un uruguayo que jugó en River y que tuvo un hermano que vistió los mismos colores años después.

Pero en el segundo tiempo fue otra la historia. Porque Boca estaba dolido en su orgullo y a Boca no se le puede hacer algo peor que eso, entonces a los 15 minutos, un bombazo de Comas, se metió en el ángulo, tras haber pegado en el palo y dejar  quieto, al arquero.

A los 40, el 2 a 2, centro al área y por detrás de todos entró Graciani para agarrarla de volea. El partido era hermoso y aún faltaban cinco minutos.

Y faltando un minuto para que el árbitro lo terminara, unos 40 hinchas cayeron infartados. El hombre de negro, porque todavía se vestían de negro en aquel momento, cobró penal para Boca.

Comas agarró la pelota, mientras los jugadores de River protestaban, pero ya no había nada que hacer. Era penal, Boca podía ganar después de ir perdiendo 2 a 0 y ya no quedaba tiempo para nada.
Allí estaba Comas de un lado de la pelota y a unos metros, Pumpido, esperando en el arco algo que podía ser la gloria o el castigo. Todo el estadio permanecía callado.  Dicen que había 50 mil personas, pero a esa altura yo creía que eran 100 mil. 

Cada paso de Comas hacia la pelota resonaba en todo el estadio, el contacto de su pie derecho con la pelota se escuchó aún más fuerte. La redonda salió esquinada, era imposible que Pumpido llegara, pero llegó, la tapó con una mano y apareció otra camiseta de River, para reventarla hacia la mitad de la cancha.

El partido estaba terminado, miré a mi papá a los ojos, él también me observó, pero rápidamente corrió la vista hacia la cancha. Es que el despeje había salido con un destino determina. Allí estaba Caniggia, bajándola con el pie derecho, tocándola ante la salida de un defensor, corriendo hacia el arco en una pista de atletismo de color verde que tenía casi 50 metros de largo, hasta el arco de Boca. Otros 40 hinchas murieron infartados en esos segundos que duró ese viaje de Caniggia.

Era él contra el arquero. Todo había dado un giro inesperado. Boca lo tenía ganado y ahora lo podía perder. Y lo perdió, porque Caniggia amagó con pegarle a la derecha, el arquero se tiró y el delantero  vio cómo se abría el hueco, y tan sólo la empujó, como si estuviera acariciándola con su botín derecho y la pelota entró tímidamente al arco. Otros 20 hinchas morían infartados.

El partido estaba terminado. De un lado, once festejaban, otros once miraban azorados. Cien mil o 50 mil hinchas aún no caían en lo que acababa de ocurrir. Yo, no entendía que había pasado, pero sí entendía algo, ese día me había enamorado del fútbol, pero no por el tercer gol, ni por las hinchadas, o sí, porque eran parte del todo, pero era la imprevisibilidad lo que me había enamorado. Esa alegría de ir ganando 2 a 0, esos nervios del 2-1, la frustración del empate. Los ruegos ante un penal de último minuto, la corrida no esperada, pasar del terror a la esperanza, de la esperanza al festejo y la incredulidad. Ese día me enamoré y supe lo que significaba que algo te hiciera el tipo más feliz del mundo y ese mismo algo te hiciera el tipo más triste. 

Tras el partido, me di cuenta que la siesta ya había terminado. Que las tribunas y los hinchas ya no estaban, sólo el relator. Que los carteles electrónicos eran tan sólo zapatillas puestas alrededor de la cancha que era la cama. Que los jugadores se habían transformado en soldaditos. Que el fútbol blanco y negro era una bolita nada más. Que el partido había terminado y el fútbol me había atrapado. Yo tenía siete u ocho años y me había enamorado.