“Rodrigo vive en mi casa”, dijo la turca, y todos nos quedamos
helados sin saber si habíamos entendido bien lo que, sin lugar a dudas, Vanesa
había dicho.
Todos sabíamos quién era Rodrigo, era ese cantante que había
muerto días atrás en un accidente, que cómo es costumbre, se convirtió en algo
lleno de sospechas y con pocas certezas. Todo eso contribuía a qué menos
entendiéramos esas cinco palabras soltadas de la nada, mientras íbamos de paseo
a una bodega.
“A ver, empecemos otra vez ¿quién vive en tu casa?”, le
soltó la enana, mientras todos dimos vuelta la cabeza esperando que la turca
nos aclarara algo que no estábamos seguros de querer saber.
-
Rodrigo.
- - ¿Qué Rodrigo?
- -
El cantante.
- - ¿El que se murió?
-
- Sí, ese.
-
- Estás loca.
-
-No, en serio les digo, es Rodrigo.
-
…
-
…
Habían pasado cinco minutos de viaje y nos habíamos quedado
callados. Para ser honesto, yo pensaba en si debíamos denunciar a nuestra amiga
para que la encerraran. Francisco quería tirarla del colectivo en movimiento,
por las dudas de que además de ver fantasmas también tuviera un arma en la
cartera y nos quisiera matar. Belén, la enana, su mejor amiga, tiraba la opción
de que la arrojáramos en alguno de los tanques de la bodega, “moriría borracha
y feliz”, decía para convencernos, y no era mala la idea.
Lo cierto es que todos pensábamos las alternativas, pero el
temor a que nos agarrara remordimiento de conciencia para toda la vida y el
hecho de que a un par del grupo se le había dado por ir a retiros espirituales
y estaban, por lo tanto, en un momento de bondad, nos detuvo.
Cuando todo parecía haber terminado y estábamos llegando a
la excursión más divertida de nuestra vida. Digo divertida, porque era todo lo
contrario. Ir a una bodega con 17 años y que por ser menor no puedas probar ni
el agua con el que riegan las viñas no hace de un paseo algo memorable, aunque
Vanesa ya se había encargado de esa parte.
Lo cierto es que al llegar a la bodega, y cuando todos
habíamos dejado que el tema de Rodrigo se fuera, apareció Matías: “Che Vane, y
Rodrigo, ¿no está con nosotros en la excursión, no?”. Debo admitir que nos
reímos, pero rápidamente se nos fue la sonrisa de nuestros rostros cuando
escuchamos la respuesta: “No, no puede salir del departamento”, dijo la turca.
O sea, no sólo era un fantasma, sino que también estaba
secuestrado. Más mala suerte no podía tener.
A esa altura ya teníamos miedo, pero era hora de volver al
colegio para hablar de lo que nadie había entendido sobre el paseo por la
bodega.
A la salida de la escuela, cómo cada día de cada semana,
comenzaba el clásico ritual: ¿A qué casa íbamos a tomar la mediatarde y a jugar
las cartas? Y lo bueno de ser adolescente es que los miedos duran poco y el
elegido fue el hogar de Vanesa.
Hacia allá partimos cinco de nosotros, turca incluida, con
una docena de tortas y un hambre que hacía hablar a nuestros estómagos. El
seleccionado, como siempre, era La Mosca, un juego donde se reparten cinco
cartas a cada uno, una de ellas se denomina triunfo y otras reglas, algo
complicadas de explicar.
A esa altura ya no se hablaba de Rodrigo, sólo queríamos
jugar, y ganar para gozar a los demás. Pero eso duró poco. Cuando fue el turno
de repartir de Alejandro, se pudrió todo.
Comenzó a dar las cartas: Para Vanesa, para Belén, para
Francisco, para mí, para él y erróneamente, para la sexta silla que había en la
mesa. Lo dejamos seguir y fue Belén la que tradujo nuestra confusión.
“Ale, somos cinco y estás dando para seis”, le dijo, con una
voz de autoridad o reproche.
- -
No, somos seis, ¿o Rodrigo acaso no juega?, fue
su respuesta, dada con al mejor cara de ingenuo que podía poner en ese momento.
Y se largó la carcajada generalizada de todos, excepto la de
Vanesa que se lo quería comer vivo, matarlo, desollarlo y colgarlo del primer
mástil que se encontrara cerca, y de rebote la ligamos el resto.
El resultado de tal trifulca fue tarjeta roja para todos, se
terminó el mate, las cartas, la juntada y uno detrás de otro fuimos bajando las
escaleras. Admito que ninguno se sentía muy mal, el chiste de Alejandro había
valido la pena y sabíamos que lo recordaríamos por años, pero fue cuando
llegamos a la vereda y a medida que nos alejábamos, que lo escuché.
Desde la ventana de la casa de Vanesa venía una voz con
acento cordobés, y no cantaba, es más, juro que le escuché decir: “¿Cómo se
juega a la mosca?”. Los miré a los demás, Francisco y Belén me devolvieron la
mirada, pero ninguno dijo nada. Hasta ahora.