martes, 2 de julio de 2013

El día que me enamoré



Nunca podría decir la fecha exacta en la que me enamoré del fútbol, pero sí el momento. Adonde yo vivía no se veían nunca esos grandes partidos de primera división, pero aquella tarde fue diferente.
Eran cerca de las cuatro de la tarde. La cancha estaba espectacular. Se veía casi nueva, con el césped parejo. Los carteles electrónicos rodeaban todo el estadio. De un lado estaba Boca y del otro River y yo los miraba desde arriba de las tribunas.

Hasta ese momento sólo los había visto por televisión y había ido a ver algún que otro partido de mi hermano o jugado uno yo. Pero esa tarde era otra cosa. Estaba en la mítica Bombonera, un estadio lleno, dos hinchadas cantando todo el tiempo y un recibimiento lleno de papelitos. Para mis siete u ocho años eso era el paraíso. No dejaba de mirar asombrado a esos jugadores que siempre creí que no vería nunca.

Tengan en cuenta que en ese momento no existía ni Riquelme, ni Aimar. Messi era un bebé y Argentina era el campeón vigente del mundo.

Claudio Caniggia
En River jugaban varios de ese equipo campeón: Pumpido, Ruggeri y otros como Caniggia que todavía era hincha del club donde jugaba, el negro Omar Palma y el uruguayo Antonio Alzamendi. Boca, por el contrario, lo tenía a Juan Simón, Cucciufo, Comas, Graciani… jugadores que eran buenos, pero que en un Boca-River no tiene importancia quién tiene el mejor equipo. Y yo ahí, para verlos jugar, mientras miraba hacia el ingreso a la cancha para ver si aparecía el vendedor de coca-cola.

El partido comenzó y fue un ida y vuelta desde el principio. Cada vez que se pasaba de mitad de cancha había peligro. Rápidamente River se puso uno a cero arriba. Toda una jugada de paredes entre Caniggia y el número ocho, Troglio, que terminó con una pelota cruzada que el arquero no logró desviar. 

Cinco minutos después, el 2 a 0. Esta vez Jorge Da Silva, un uruguayo que jugó en River y que tuvo un hermano que vistió los mismos colores años después.

Pero en el segundo tiempo fue otra la historia. Porque Boca estaba dolido en su orgullo y a Boca no se le puede hacer algo peor que eso, entonces a los 15 minutos, un bombazo de Comas, se metió en el ángulo, tras haber pegado en el palo y dejar  quieto, al arquero.

A los 40, el 2 a 2, centro al área y por detrás de todos entró Graciani para agarrarla de volea. El partido era hermoso y aún faltaban cinco minutos.

Y faltando un minuto para que el árbitro lo terminara, unos 40 hinchas cayeron infartados. El hombre de negro, porque todavía se vestían de negro en aquel momento, cobró penal para Boca.

Comas agarró la pelota, mientras los jugadores de River protestaban, pero ya no había nada que hacer. Era penal, Boca podía ganar después de ir perdiendo 2 a 0 y ya no quedaba tiempo para nada.
Allí estaba Comas de un lado de la pelota y a unos metros, Pumpido, esperando en el arco algo que podía ser la gloria o el castigo. Todo el estadio permanecía callado.  Dicen que había 50 mil personas, pero a esa altura yo creía que eran 100 mil. 

Cada paso de Comas hacia la pelota resonaba en todo el estadio, el contacto de su pie derecho con la pelota se escuchó aún más fuerte. La redonda salió esquinada, era imposible que Pumpido llegara, pero llegó, la tapó con una mano y apareció otra camiseta de River, para reventarla hacia la mitad de la cancha.

El partido estaba terminado, miré a mi papá a los ojos, él también me observó, pero rápidamente corrió la vista hacia la cancha. Es que el despeje había salido con un destino determina. Allí estaba Caniggia, bajándola con el pie derecho, tocándola ante la salida de un defensor, corriendo hacia el arco en una pista de atletismo de color verde que tenía casi 50 metros de largo, hasta el arco de Boca. Otros 40 hinchas murieron infartados en esos segundos que duró ese viaje de Caniggia.

Era él contra el arquero. Todo había dado un giro inesperado. Boca lo tenía ganado y ahora lo podía perder. Y lo perdió, porque Caniggia amagó con pegarle a la derecha, el arquero se tiró y el delantero  vio cómo se abría el hueco, y tan sólo la empujó, como si estuviera acariciándola con su botín derecho y la pelota entró tímidamente al arco. Otros 20 hinchas morían infartados.

El partido estaba terminado. De un lado, once festejaban, otros once miraban azorados. Cien mil o 50 mil hinchas aún no caían en lo que acababa de ocurrir. Yo, no entendía que había pasado, pero sí entendía algo, ese día me había enamorado del fútbol, pero no por el tercer gol, ni por las hinchadas, o sí, porque eran parte del todo, pero era la imprevisibilidad lo que me había enamorado. Esa alegría de ir ganando 2 a 0, esos nervios del 2-1, la frustración del empate. Los ruegos ante un penal de último minuto, la corrida no esperada, pasar del terror a la esperanza, de la esperanza al festejo y la incredulidad. Ese día me enamoré y supe lo que significaba que algo te hiciera el tipo más feliz del mundo y ese mismo algo te hiciera el tipo más triste. 

Tras el partido, me di cuenta que la siesta ya había terminado. Que las tribunas y los hinchas ya no estaban, sólo el relator. Que los carteles electrónicos eran tan sólo zapatillas puestas alrededor de la cancha que era la cama. Que los jugadores se habían transformado en soldaditos. Que el fútbol blanco y negro era una bolita nada más. Que el partido había terminado y el fútbol me había atrapado. Yo tenía siete u ocho años y me había enamorado.

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