martes, 18 de junio de 2013

Treinta segundos de valor



Te vi. La verdad es que lo recuerdo como si hubiese sido ayer, aunque sólo pasó una hora desde que te vi. Fue cuando entré al café a pedir una dirección y sentí que una taza se estrellaba contra el piso.

Pero no pude ver a quién se le cayó, porque cuando me di vuelta, a la primera persona que vi fue a vos, que mirabas abstraída del mundo, hacia la nada misma. Eras la única persona en el bar que no le había prestado atención al incidente, y creo que ni siquiera te habías dado cuenta de que algo había pasado.

Yo tampoco le presté atención, o al menos dejó de importarme desde el mismo momento en que vi tus ojos, tu rostro, tu sonrisa de labios apretados, cómo si en tu cabeza pasara algo que sólo tu rostro pudiera saber.

Nunca fui bueno para hablar con las mujeres. Pensé en acercarme y preguntarte si me podía sentar e inmediatamente comenzar a contarte una historia que leí hace poco en un libro, pero tenía miedo que la conocieras  y te dieras cuenta que no me la había inventado yo, y quedara como uno  de los tantos chantas que se te deben acercar cada día.

Mirándote, olvidé a qué había ido al bar y me pedí un café mientras pensaba como acercarme, qué decirte en esos 30 segundos de valor que se requieren para saludar y tirar el primer chiste que te haga reír y me abriera una puerta, una pequeña posibilidad de salir del café con tu nombre y tu teléfono, o con vos, si tenía mucha suerte y el destino se ponía de mi lado. 

Pero no me animaba. Pensaba o me imaginaba que debías estar de novia. Porque era casi imposible que no estuvieras con alguien y me lo imaginaba atlético, tal vez grandote o de ojos claros, o todo eso, mientras que yo era uno más del montón, y creo que eso se debe a que no me gusta mucho eso de tirarme para abajo gratuitamente. Una cosa es que uno sepa que no es modelo ni actor de cine y otra cosa auto rotularse “feo” o “muy feo”.

La cuestión es que no lograba encontrar la frase perfecta, el chiste justo que lograra que me miraras a los ojos y no me negaras esa charla que sería la primera de muchas. 

Mientras pensaba en qué decirte, el mozo ya me había servido tres cafés, que no sé porque se los pedía si siempre me caen mal cuando me pongo nervioso y era clarísimo que aunque vos no me registrabas, sí me ponías nervioso. Incluso hasta creo que te habías dado cuenta de que no podía dejar de mirarte.

Te vi jugar con tu pelo, y casi parecías una adolescente. Luego con el saquito de azúcar, que no dejabas de batirlo y finalmente, como una niña, destrozaste una servilleta en pedacitos chiquitos, como si la mesa fuera un estadio de fútbol y esos papelitos fueran los que tiran las hinchadas sobre la cancha cuando salen los equipos. A esa altura iba por el quinto café y sólo pedía, además de lo que te debía decir, que recibieran tarjeta de débito, porque tenía cinco pesos en la billetera solamente.

Cuando sonó tu teléfono, ahí sí me dije que debía ser tu novio, que llamaba para decirte que lo esperes cinco minutos más. Un completo desubicado por hacerte esperar, pero cuando más me estaba enojando con él, me di cuenta que hablabas con una amiga. Eso me tranquilizó y decidí aprovechar el momento e ir al baño, a peinarme un poco, lavarme el rostro y arreglarme. Fue mientras me secaba que supe qué decirte, que tenía las palabras exactas, el chiste acorde, todo bien aceitado para sacarte la sonrisa que me invitara a tu mesa, para empezar a conocerte.

Tiré el papel, con el que me sequé, al cesto de basura en un lanzamiento digno de Emanuel Ginóbili. Salí del baño y en un rápido movimiento volví al salón. Sólo había dos columnas y algunas mesas antes de llegar a vos… pero vos ya no estabas, te habías ido. El único que se encontraba en la mesa era el mozo y porque recogía su propina.

Rápido, lo agarré del cuello de la camisa y desenfrenado, le pregunté por dónde te habías ido. No sé si fue el miedo o la sorpresa, o si ya era así, pero me dijo que habías salido para el Oeste, para el lado de la calle Buenos Aires, en un tartamudeo que me costó entender.

Salí corriendo, repitiendo todo el camino lo que te quería decir para no olvidarme, insultándome por no haberte frenado antes de que te fueras, hasta me tropecé y me di contra el piso, pero no pude dar con vos. 

Ahora estoy acá, sentado en una plaza, adolorido, intentando recuperar aire y pensando en volver mañana al café, tal vez me ponga un traje, tal vez seas cliente de todos los días, tal vez tengo suerte y el mozo no me reconoce y me deja entrar sin tener en cuenta mi ataque de furia y que por salir corriendo me fui sin pagar todos los cafés que consumí. Tal vez tengo suerte y logro recordar qué decirte antes de mañana.

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