miércoles, 13 de marzo de 2013

El último día


Cuando entré al secundario, como todos, descubrí un mundo diferente. Por ejemplo, que la mayoría sabía lo que era una ecuación y para mí eso era otro idioma. Las matemáticas dejaron de gustarme en ese paso de la primaria a la secundaria. Pero también descubrí otra cosa: lo que significaba el grito de “ahí viene la policía” y tener que salir corriendo a refugiarse en donde hubiese una puerta abierta.

Yo iba a una escuela que quedaba a 50 metros de la plaza principal, lo que en otras palabras significaba que esa plaza era nuestra por derecho de cercanía, pero había gente que no lo entendía, entre ellos, los pibes de una escuela técnica.

Yo no sabía esto, lo descubrí el último día de primer año, cuando con varios compañeros nos quedamos a presenciar y participar de la guerra que terminaba cuando aparecía un móvil policial y se lanzaba la orden de dispersarse.

Cuando llegamos a tercer año, la guerra ya había tomado otras formas. Ese último día, la plaza era nuestra, de los que íbamos al turno mañana, de los que íbamos vestidos de rojo al colegio. Y aparecieron ellos.

El problema que teníamos nosotros, es que nuestro colegio era comercial. Es decir, en la plaza éramos unos 40 varones y 60 mujeres. Ellos no, eran una escuela técnica por lo que había una proporción de 150 pibes por cada chica y eso se notaba cuando llegaron a la plaza por primera vez.

Fue una batalla dura, debo admitirlo. De hecho, nuestra bandera (un pullover rojo) en el mástil fue bajado para poner una mugrosa remera azul, pero finalmente conseguimos, a fuerza de bombitas, ganar esa batalla. Pero aún quedaba lo peor.

Esa tarde nos dedicamos a sacar a desubicados de otros colegios que buscaban invadir la plaza pero alrededor de las 17 llegaron nuestros némesis.

Ya no eran solo los del turno mañana, venían con los de la tarde. Nosotros, peor, los de la tarde nuestros aún no salían y habíamos sufrido varias deserciones.

Contamos nuestro arsenal, algunas pocas bombitas. Varias de ellas fueron armadas con agua y con piedritas. Ellos no sólo eran más, sino que venían mejor proveídos.

Un llano en la plaza en forma de círculo dividía a las dos tropas. El primer ataque lo hicieron ellos, cuando le pegaron un bombazo a una compañera nuestra. Respondimos.

El segundo ataque fue con bombitas pero también nos apuntaron con algunos tres tiros. Algunos comenzaron a dar pasos atrás, se nos iban acabando las municiones y ellos parecía que guardaban sus armas más pesadas.

A alguien se le ocurrió tirar cascotes de tierra y de repente, algo, un objeto volador no identificado, que podría haber sido un pedazo de baldosa de la plaza, vamos a admitirlo, salió volando desde atrás nuestro por encima de nuestras cabezas.

Por razones de que no sé si hubo una denuncia, no diré el nombre del principal sospechoso, lo que sí contaré es que el cascote cayó entre las primeras filas de los soldados rivales y de repente, uno de ellos se arrodilló, tomándose la cara, a la altura del ojo.

Tres segundos después no supimos más de ese herido, porque estábamos ocupados corriendo, huyendo de un centenar de personas. La escuela nos cerraba las puertas, algunos huían a la iglesia esperando que un ejército santo los salvara, otros se metían en cualquier negocio y algunos hacían de cuenta que no habían estado en la pelea. Los menos, fueron alcanzados y golpeados con alguna que otra patada voladora, lo que tampoco molestaba, era dentro de todo, parte del espectáculo. Bah, digo yo que no fui alcanzado.

Lo más gracioso de todo fue que diez minutos después de los incidentes, llegó otra escuela a buscar ganar la plaza y casi como si estuviéramos de acuerdo, el colegio técnico y nosotros nos unimos para sacarlos de la pelea. Así es la adolescencia muchachos. Un día sos enemigo y a los diez minutos ya no lo sos. Lástima que uno se vuelve más grande y se olvida de la parte buena de no tener enemigos.

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