martes, 26 de marzo de 2013

Confesiones de un día de lluvia

“¿Qué pasa que tenés esa cara”, le tiró Alejandro a Andrés, mientras se sentaba en el escalón junto al resto de los muchachos.

Alejandro, como siempre, había llegado tarde a la historia del día y esta, a diferencia de otras tardes, era triste, al menos para Andrés, que se acababa de separar de la novia.

Cuando Andrés comenzó a contar la historia, otra vez, para el recién llegado, el resto de los muchachos ya teníamos cara de depresión solidaria. O sea, cara de boludos tristes, como si a todos nos hubiese pasado lo mismo.

Resulta que Andrés y la novia venían hace rato a las patadas, pero la mina, Juliana, un día, hace semanas, se cansó, agarró los bolsos y se fue, no sé si a la casa de los viejos, de otro tipo o del país. la verdad que a ninguno nos importaba demasiado su destino, sino verlo a Andrés tirado por el piso desde ese momento y el cómo levantarlo lo más rápido posible.

“La extraño”, dijo Andrés y todos reaccionamos. Era como que pusiera el cartel de “Fin” a su historia, tal como aparece en las películas.

“El problema es que lo estás haciendo mal”, afirmó Alejandro, muy seguro de sus palabras. Ahí todos supimos que venía el dictado de una cátedra a su estilo. No por nada siempre había sido el que tenía más éxito con las mujeres y por eso lo respetábamos, en el resto de las cosas solía ser un boludo atómico.

“Cuando uno se pelea con una mina, uno pasa por distintas fases”, comenzó a explicar. “Por ejemplo, yo me peleé con Agustina hace más de un año, pero hace mucho dejé de pensar en ella, primero te duele, luego te da bronca, luego te da nostalgia y te vuelve a doler y luego la olvidás totalmente, pero eso se debe hacer rápido, como yo lo hice”, dijo Agustín.

“Vos, viejo”, hablándole siempre a Andrés, “la extrañás porque estás en la etapa nostálgica, en la que te sentís solo, y sí, la amabas, pero vaya a saber que está haciendo ella ahora, mientras vos estás acá llorando. Perdón que sea duro, pero mientras vos andás llorando por ella, ella ya te olvidó y debe estar con otro flaco ahora cagándose de la risa, te tenés que dejar de joder. Te tenés que tranquilizar viejo. Es hora de que dejes de llorar, ¿cuánto tiempo más la vas a esperar?”.

Y sí, Alejandro había sido duro, pero era el único que se animó a decir algo que en el fondo todos pensábamos: Andrés cargaba con esa mochila cuando quizá la mina ya ni se acordaba de quien era él, a pesar de que no hacían ni dos meses que se habían separado.

“Mirá viejo, lo primero que tenés que hacer es comenzar a salir con otras minas. De hecho, tengo una compañera de laburo, vos la conocés, estuvo en mi cumpleaños, la colorada ¿te acordás? Bueno, a esa le gustabas, si no te sacó la mirada en todo mi cumpleaños, si querés le paso tu teléfono”.

“No sé, no estoy seguro, la verdad es que no quiero estar con otra mina”, explicó Andrés, casi tímidamente.

“Dale boludo, yo se lo paso y vos te fijás que hacés, pero ojo con quedar como un trolo, porque la colo está buena”, explicó Alejandro, y la verdad es que no mentía, porque en su cumpleaños, tres de nosotros le apuntaron a la mina y a todos los rebotó, con una altura que parecía humillante y que ninguno quería confesar y menos recordar.

“En serio Andrés, vos me conocés, yo de Agustina, a pesar de todas las cagadas que me mandé, estaba recontra enamorado y la única forma de sacármela de la cabeza que tuve fue saliendo con otras minas, saliendo a bailar y a tomar todos los fines de semana. Te propongo algo, este sábado vamos al boliche y le decimos a la Colo que lleve una amiga, nos encontramos todos ahí cuando yo salga de trabajar, porque salgo tarde esa noche, pero lo hacemos, ¿te parece?”, explicó Alejandro, quien ahí nomás agregó, “y antes de que vayas, sacá la foto de tu ex de la billetera, que estoy seguro que la llevás como un boludo para llorar cada vez que la ves y siempre las minas miran la billetera”. Para nuestra sorpresa era cierto y fue el mismo Alejandro el que le arrebató la billetera a Andrés, sacó la foto y la rompió delante de nuestros ojos y de los del afectado, que no sabía si llorar o cagar a trompadas al destructor de su recuerdo.

Finalmente Andrés, ya vencido, aceptó la idea del boliche y luego nos fuimos todos al bar a ver el partido y a ahogar alguna pena, las de nuestro amigo y las propias, porque uno siempre tiene algo para ahogar. Además ya no daba para quedarse sentado en los escalones porque había comenzado a llover y los ahogados íbamos a ser nosotros si no nos íbamos.

El lunes paso por la casa de Andrés para ver cómo estaba y me dijo que bien, que el sábado había estado con la Colorada, Natalia se llamaba, y que se había divertido pero que prefería seguir solo un tiempo.

“¿Y Alejandro? ¿qué onda con la amiga de la mina? ¿estaba buena?”, le pregunté, y lo que vino después no me lo esperaba para nada.

“No me hablés de ese, es un pelotudo, nunca cayó y eso que la amiga de Natalia era hermosa. No me responde el teléfono, ni nada. La Colorada me dijo que es la quinta vez que Alejandro le deja plantada a la amiga, que hace meses no pisa el boliche. Es un boludo, me hizo ir y nunca cayó. Seguro se encamó con otra mina y ahora no le da la cara para disculparse por romperme tanto los huevos para ir”, me tiró Andrés, con un tono algo levantado, por lo que preferí esquivar el tema, hablar de fútbol e irme, aprovechando como excusa que había empezado a llover otra vez.

Lo raro fue cuando pasé por la plazoleta cerca de casa. Allí, en la parada del colectivo estaba Alejandro, solo, con la cabeza gacha, las manos casi juntas, en una mezcla de rezo y contemplación. Tanta que no me escuchó llegar hasta él.

Cuando vi lo que observaba, me sorprendí y me quedé callado, por respeto y por incredulidad. Segundos después lo saludé, y él muy nervioso, dejó lo que estaba haciendo y metió sus manos en los bolsillos de la campera.

“Hola Germán, ¿qué hacés?”, me dijo y se dio cuenta inmediatamente que yo sabía la verdad. “¿Por qué hiciste lo que hiciste con Andrés?”, le pregunté, seco, casi ofendido. Me miró, bajó la vista, me volvió a mirar y lo vi frágil, lo vi como una persona normal y no el mismo boludo de siempre. “Porque Andrés siempre me trató bien, Germán, siempre se portó conmigo y no quiero que sufra igual que yo”, respondió, dejándome mudo ante ese rasgo de humanidad que me mostraba.

Me senté a su lado, y él me miró, tenía marcas de agua en el rostro y no eran de lluvia. Luego metió su mano
en el bolsillo y me mostró lo que yo ya había visto. Era una foto chiquita, de esas estilo carnet, de Agustina. Me la pasó. La rechacé con un gesto casi indetectable de cabeza y me sonrió tristemente, mientras la volvía a guardar y una nueva lágrima recorría su mejilla. Se me había ido el enojo por habernos engañado a todos y no supe hacer otra cosa más que abrazarlo y decirle, “tranquilo viejo. Es hora de que dejeé de llorar, ¿cuánto tiempo más la vas a esperar?”.


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