No le podía sacar la vista de encima. Sus movimientos, su ir
y venir, sus corridas, sus saltos. No era danza, pero se le asemejaba bastante.
Había una eterna armonía en cada paso. Sólo le faltaba la música, pero no hacía
falta, esta sonaba en su cabeza y le daba melodía a lo que veían sus ojos.
Increíble, esa era la palabra para definir todo. Y es que
realmente era difícil de creer todo lo que estaba viendo en un mundo en donde
la técnica fue superada por la táctica, donde ya nadie cree en la magia, donde importan
más los resultados que los genios.
A los cinco minutos vio como ese chiquitito que llevaba la
10 en la espalda agarró la pelota, comenzó a correr con ella, dejó atrás,
estáticos a cinco defensores y la clavó en un ángulo. Él que estaba atrás del otro
arco, que había pasado por ahí de casualidad, que era la primera vez que se
paraba en su vida a ver fútbol, sólo pudo ver la camiseta flameando en contra
del viento, alejándose ante cada gambeta, ver el fútbol salir como un misil de
su pie derecho y pasar por esa esquina donde sólo se acumulan telarañas.
Comenzó a enamorarse.
Diez minutos después ocurrió otra maravilla inexplicable.
Otra vez la misma camiseta, otra vez el mismo jugador chiquito que estaba en
todos lados. Se acerca a un defensor, grandote, le sacaba dos cabezas. Y el
diez hace lo que nadie esperaba. Tira la pelota hacia arriba, es mucho más que
un sombrero, es un autopase.
El fútbol sale disparado y por momentos pareciera
que bloqueara el sol. Pero el diez es mucho más rápido aún y cuando quiere
acordar ya está cerca del arco y la pelota cayendo a sus espaldas. Rápidamente
se da vuelta, haciendo un salto en el aire. “Otra vez un movimiento de danza”,
piensa el hombre en la tribuna. Y el fútbol no alcanza a tocar el piso, que ya
se encuentra debajo de la suela del botín izquierdo.
Mira a los costados, ninguno de sus compañeros llega, la
levanta ante la presión de un defensor. Hace dos payanitas con el pie derecho y
en la tercera la tira hacia su izquierda, a medio metro del suelo, da media
vuelta y con la izquierda la clava al lado del palo. 2 a 0 y a cobrar.
En la tribuna, él, que siempre fue un tipo serio, que
siempre consideró el fútbol como un deporte sin sentido, se sorprende al sentir
una lágrima de emoción en sus ojos. Por suerte no lo ve nadie. En la popular donde
está se encuentra él solo, se comienza a rendir ante una mezcla de vergüenza entre
el llanto y el orgullo de ser el único que se encuentra viendo ese partido.
El partido continúa. Hay una maravilla detrás de otra. Pero
el hincha no deja de pensar y concluye en que apenas salga del estadio, se
conectará a Internet para ver videos de ese tal Maradona y del pibe ese que
todos nombras, Messe, Messi, o algo así, porque ahora cree comprender lo que
todo el mundo habla de ellos, y se arrepiente de no haberse dado cuenta antes.
Mientras ese número 10 endiablado sigue con sus maravillas
dentro de la cancha, el hincha se dio cuenta que le comenzaba a molestar el
estómago. “Ya es casi la hora del almuerzo”, pensó, “tal vez por eso no hay
nadie más en la cancha”, y miró su reloj impaciente, mientras creyó ver un
vendedor imaginario saliendo por la esquina de la tribuna.
Faltando cinco minutos llegó el momento cumbre. Ese momento
en que el 10 olvidaría pronto, porque sería un momento más en su vida
futbolística, pero el hincha no lo olvidaría jamás. Ante la salida de un
defensor tiró una gambeta larga hacia el costado, la pelota tenía destino de
irse afuera, pero con un pique asombroso y arrojándose al piso la logró atrapar
en la línea y antes de que apareciera el número 3 a sacársela, se levantó y
comenzó a hacer una diagonal hacia el arco y en un ángulo rarísimo, muy
cerrado, hizo lo que casi nadie habría hecho.
En lugar de tirar el centro atrás para un nueve que tardaba
una eternidad en llegar, el 10 le pegó a tres dedos, pero no para matar al
arquero. La pelota salió a colocar, lo
pasó al arquero, picó cerca de la línea y tomó un efecto extraño que hizo que
saltara hacia dentro. Cinco a cero y ya no había tiempo para nada, sólo para el
festejo moderado del 10, que se dio vuelta a buscar la mirada del único hincha
que había en la tribuna mirándolo y se lo dedicó con el brazo extendido y
señalándolo.
Mientras tanto, en el primer escalón de la tribuna él miraba
el rostro del 10, podía observar su sonrisa ante esa picardía, esa muestra de
fútbol, de belleza y algo que nunca entendió le subió por todo el pecho, era
orgullo, y no pudo evitar sonreír, se había enamorado de eso que llamaban
fútbol gracias a ese enano impertinente que llevaba la 10, pero había algo más.
Mientras se secaba las lágrimas, el 10 se acercó a la
tribuna sin que él se diera cuenta, le tocó la mano y le dijo algo. Él hincha
no entendió. Entonces, con una sonrisa alegre, el 10 levantó el fútbol con sus
manos y le dijo: “Dale papá, hasta cuándo te vas a quedar mirándome jugar solo
en el patio, jugá un ratito conmigo, que me aburre jugar solo contra los
árboles y a mamá todavía le falta con la comida”. Entonces él se levantó del
escalón de cemento y jugó el primero de muchos partidos con ese enano que tenía
siete años y llevaba siempre la 10 en la espalda.
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